Días del cielo (Days of Heaven, 1978): bondad y maldad, dos caras de una misma moneda. De un mismo fuego
“Tal vez podamos volver a empezar en la nueva tierra rica, en California. (…) pero tú no puedes empezar. Tú y yo somos la ira de un momento, mil imágenes. Somos esta tierra, esta tierra roja; y somos los años de inundación, y los de polvo y los de sequía. No podemos empezar otra vez. Y cuando el propietario nos dijo que nos fuéramos, eso somos nosotros; y cuando el tractor derribó la casa, eso somos hasta que nos muramos. A California marcharemos con nuestra amargura. Y un día los ejércitos de amargura desfilarán todos en la misma dirección. Caminarán juntos y de ellos emanará el terror de la muerte.”
Extracto de ‘Las uvas de la ira’ (The Grapes of Wrath, John Steinbeck, 1939)
“Nadie es perfecto. Jamás ha existido una persona perfecta. Todos tenemos mitad de demonio, y mitad de ángel”. Linda, la hermana pequeña de nuestro protagonista, pronuncia estas palabras, voz en off, tras la huída río arriba. Tras haber destrozado un futuro que desde buen inicio se sabía iba a ser su propia condena. Tras demostrar, en varias ocasiones, que el bien y el mal habitan, inevitablemente, el corazón y la mente del ser humano.
Pero esta es la interpretación sencilla. Válida, pero evidente. La más evidente durante todo el metraje. Y es que en verdad Malick juega, como ya hacía en Malas tierras (Badlands, 1973) a no posicionarse del todo. A mostrar y alejarse. A dejar que sea el espectador quien vea lo que quiera ver… y (en)cubre su particular opinión sobre el avance de los tiempos, sobre la industrialización, sobre la pérdida de fe…
De (buenas) intenciones y (terrible) destino. De la Naturaleza, y las desgracias del mundo moderno
La música de Saint-Saëns (Le Carnaval Des Animaux-Aquarium), una desgarradora melodía (base para Ennio Morricone del tema principal del film) a caballo entre la empatía por descubrir lo desconocido y el desconcierto que provoca lo extraño, acompaña a las fotografías de unos títulos de crédito que resumen en pocos minutos tanto la época en la que el director centra su discurso, inicios del s. XX, como el contrario efecto que este nuevo siglo provocó en la sociedad estadounidense. Malick abre con fotografías reales, de grandes fábricas que han devorado vastos campos o del avance que supuso la llegada del tren de vapor, combinándolas con desgarradoras imágenes de personas que miran directamente a la cámara, serias, algunas incluso con una mirada reflejo directo de la situación que están viviendo… La evolución industrial exponenciaba el cambio social a inicios del siglo pasado, la dicotomía rico-pobre quedó marcada ya sin remedio, acrecentada al obligar a adaptarse a unos nuevos tiempos que ya entonces cambiaban las costumbres a marchas forzadas. Y algunos se adaptaron, otros no.
La última imagen, la de una niña que mira desafiante a la cámara, nos transporta de la realidad a una ficción que bien podría ser cierta. Porque pronto sabremos que la niña es Linda, la narradora de su propio destino. Del destino de muchos.
Pillería no es sinónimo de maldad.
Los títulos de crédito dan paso, fundido a negro, a una fábrica, a Linda y otra mujer (que pronto conoceremos como Abby) limpiando el suelo, y a Bill, nuestro gran protagonista, el hermano de Linda, echando carbón al fuego del gran horno. Y esta escena es clave para el film, para las múltiples lecturas a las que Malick quiere acercarnos: el fuego es la clave.
El fuego representa la personalidad de un Bill que ya intuimos es impulsivo y rebelde. Malick le filma, haciendo girar la cámara a su alrededor mientras se discute con su jefe (no hace falta oír lo que dicen, está claro que a Bill no le gusta que le den órdenes…), destacando su físico por encima del entorno de la escena: Bill es atractivo, altivo y seguro de sí mismo. Su pose no encaja en una fábrica donde se requiere aceptación, incluso sumisión. Ese trabajo es casi un privilegio en los tiempos que corren. Pero a Bill no le gusta, lo deja claro con su lenguaje no verbal. Bill se cree destinado a un futuro mejor… y quizá esté en lo cierto. Al menos temporalmente.
El fuego demuestra peligro. Y Bill es peligroso, pero también la industria. Él no es capaz de amoldarse al frenético ritmo que se le pide (Malick nos lo hace ver al filmar las escasas paladas de carbón que Bill arroja al fuego, sin ganas, sin pautas… sin obligaciones); y la industria, representada aquí con la gran fábrica moderna, puede engullir a los que no se adaptan… quizá escupiéndolos de nuevo a los campos, empujándolos también a la “muerte”, como la del pasado que va a desaparecer.
El fuego es símbolo de infierno, y esta será una interpretación que nos guardamos para más adelante, cuando hablemos de la visionaria Linda y su posible y verdadero papel en toda esta historia…
“Conocí a alguien… la tierra entera iba a arder en llamas. Los animales huirían despavoridos. Las personas que hubieran sido buenas irían al cielo y escaparían de ese fuego, pero a las que habrían sido malas… Dios ni siquiera les escucharía”.
… pero es bien cierto que Bill se encuentra en un infierno, en una vida que no desea. Y huye hacia adelante. Como siempre.
“Mi hermano y yo. Solíamos hacer cosas juntos. Nos divertíamos mucho. Acostumbrábamos a vagar por las calles. Había gente que sufría muchas penalidades. Y hambre. Mi hermano y yo, siempre mi hermano y yo.”
El fuego del horno da paso al fuego de los atardeceres en el duro campo, tras mostrar una escena típica de la época: el viaje de miles de personas en busca de trabajo como temporeros en unos campos que aún necesitan de mano de obra manual, y barata.
La vuelta de Bill, del hombre, a la naturaleza. A sus raíces. A “lo malo” conocido, pero viable. A ponerse al servicio de un patrón…
¿Es Bill culpable de querer algo mejor?
Malick se recrea en explorar esta pregunta al considerar la decisión del que arrastra a su novia y a su hermana, presentando la vida en la finca desde la nostalgia, y desde el peligro. Es bien conocido el trabajo como director de fotografía de Néstor Almendros, y de cómo Malick se basó en pintores realistas de la época para transmitir esa melancolía que envuelve a Días del Cielo (comenzando por “Casa junto a la vía del tren” de Edward Hopper, de 1925… que también inspiró a Hitchcock para la mansión delos Bates en Psicosis – Psycho, 1960- y cuya historia no deja de tener un paralelimso con Días del Cielo: la maldad del inocente), pero si algo destaca aquí es esa necesidad del director por no dar por nada por supuesto. Por detenerse en los detalles.
Y el primero es la gran entrada a la finca.
La portalada, a quilómetros de la mansión, recibe a los trabajadores. La diferencia de clase es obvia, pero también el acceso a un mundo que requiere de servidumbre, de aceptar las normas. La entrada de madera nos recuerda a un yugo, el que invisiblemente debe portar la clase trabajadora para subsistir, con la cabeza gacha y aceptando las condiciones del patrón. Un sentimiento que no puede pasar por alto un Bill que se sabe, o almenos se considera, mejor que los demás…
Él pasea por el campo, pensativo. Admira a los bisontes (imagen no baladí: a inicios del s. XX quedaban ya muchos pocos. Era el vestigio de otra época, la de indios y vaqueros, esa que sí se estaba solapando con la del campo, antes de desaparecer casi completamente… igual que el trabajo manual en pro a la industria, a la producción en cadena). Vemos cómo un pájaro sobrevuela el campo, pasamos a la niña hablando con su nueva amiga, conociéndose, mientras ellas también caminan despreocupadas por las nuevas tierras, por su nueva oportunidad…
Si en Malas tierras Malick ya dejaba entrever esa necesidad contemplativa antes de adelantar la acción, esa necesidad de partir de cero, de dejar la mente en blanco, completamente abierta… en Días del Cielo entramos exponencialmente en esa mirada que vaga junto a sus protagonistas. Y es que Malick se esfuerza en dejarse y dejarnos llevar, en disfrutar del entorno, y en vanagloriar todo lo que nos rodea. En inculcar inocente nostalgia de un mundo que no hemos vivido, antes de adentrarnos en las adversidades que sufre el ser humano precisamente por ser como es.
“He estado pensando en mi futuro. Creo que me gustaría ser médico de la tierra, cuidaría de su salud y la vería por dentro. “
¿Habla Linda, habla Malick? Linda está tirada en el suelo, escuchando la tierra, cuando dice esto. Lo dice cuando se ha terminado la recogida de trigo y todos marchan de vuelta a la ciudad. De vuelta a probar suerte… otra vez. Menos Bill, Abby y Linda. Por la pillería de Bill. Porque ha encontrado la respuesta a su ambición… sacrificando el futuro de otros.
Tras la extensa presentación, que incluye el detalle de la vida en el campo (con un Bill que destaca por encima del resto por el guardapolvo blanco que cubre su oscuro ropaje, el color común del campesino), o como el joven observa con sumo interés todo lo que ocurre en la finca (tanto, que se olvida de no levantar sospechas entre compañeros)… Malick nos introduce, de lleno, en (lo que parece ser) su propuesta principal.
Podemos decir que Días del Cielo es la historia de una profecía: el hombre perderá el control sobre su destino, sobre sus convicciones y valores. Y lo hará porque su naturaleza le empuja… y le condena.
¿Cuál es la advertencia de Malick? El bien y el mal, y la fina línea que los separa.
¿Cómo implica al espectador para hacerle dudar sobre sus propias convicciones (esto es, el prejuicio de designar a las personas como “buenas” o “malas”)? A través, principalmente, de los dos personajes masculinos.
El hombre, curioso y egoísta por naturaleza
A Bill ya le hemos descrito, y es muy fácil reconocer la simpleza de su naturaleza: Bill actúa como es. Sin trampas, sin doble moral. Bill “es el malo”, y no lo esconde. Es sincero con los demás, y consigo mismo.
Bill está harto de perderlo todo, y empuja a su novia, Abby, a aceptar la proposición de matrimonio del patrón. Cuando ella sigue el plan, Bill enfurece, pero en un gesto altruista, decide apartarse.
La maldad de Bill se topa con la voluntad de querer hacer el bien.
Pero el hombre no es bueno.
Bill volverá, y al descubrir la felicidad de Abby se dará cuenta del error que ha cometido al lanzarla a los brazos del amable hombre: la ha perdido, e intentará recuperarla.
Pero vamos al patrón.
“Patrón”. Otro gran acierto.
No conoceremos su identidad. Malick decide, astutamente, no otorgarle ni un nombre de pila.
Sin nombre, el patrón es uno más. Es un hombre como “somos” nosotros: imparcial, justo, leal. Bueno.
El patrón es introducido con un primer plano de su mano acariciando el producto que le da la tierra. Pronto le escucharemos preguntar por “la morena”, por Abby. Una entrada de personaje y de guión admirable: el interés por la chica está inconscientemente ligado al “producto”…
Sin nombre empatizamos más profundamente, sintiendo con él la traición de Bill y Abby.
Hasta que se muestre tan cruel como ellos y nuestra imagen de él cambie rápidamente. Por sus actos… y por cómo Malick manipula nuestra observación “objetiva” del individuo a través del encuadre:
Pero no existe bondad ni maldad, verdad ni mentira. Como espectadores encontramos justificaciones a sus actos. Somos humanos, le comprendemos. Y Malick le devuelve atismos de duda, de reflexión y de sentimiento de culpabilidad.
Será entonces cuando nos preguntaremos: ¿el patrón es verdaderamente cruel? No puede serlo. Yo soy el patrón. Yo me estoy identificando con él.
Y en verdad… acabamos haciéndolo. Acabamos aceptando sus actos. Porque serían los nuestros. Porque serían los de Bill, también.
Somos conscientes de que Malick ha escondido bien la intención egoísta del patrón. No es la primera vez que muestra en imágenes la persoanlidad contraria a la que quiere describir.
Nadie puede ser feliz. Nadie puede evolucionar. El fuego vuelve a aparecer: el campo tampoco les quiere. A ninguno de ellos.
El fuego está presente en el momento que el patrón se transforma y deja que la cólera, que siempre a estado ahí, le domine. Le veremos atando a su esposa a la cama, embriagado de una furia que no responde tanto a los celos, sino al permitir que “la bestia” se apodere de él.
Se convierte en el Bill del inicio del film, el Bill de la industria. El hombre que no acepta su Destino, que se cree superior y con derecho a conseguir todo lo que se propone.
Bondad y maldad difuminadas. Sólo hay una salida: y esa es la escena del enfrentamiento final entre Bill y el patrón, en la que Malick capta la mejor interpretación de sus protagonistas: los dos saben lo que va a pasar, y los dos actúan según se espera de ellos. Vuelven a retratarse como las personas que no quieren ser. Asesino y víctima. Mal y bien, cuando en su corazón ya reina el bien y el mal. Y la niebla de primera hora de la mañana tras el fatídico día en que todo se ha perdido (el pasado del campo, el presente del hombre racional), testigo y representación de la necesaria falta de discernimiento entre los dos personajes.
Es tarde para arreglar nada, e incluso la victoria del triunfador es tan amarga y está rodada tan secamente como el mensaje que quiere transmitir: ¿quién ha ganado la lucha cuerpo a cuerpo, en verdad? ¿El que ha querido morir o el que no ha querido matar?
La salida por el pórtico, ahora un amasijo de cenizas, responde, y sentencia, la pregunta anterior. Igual que pronosticaba la entrada a un mundo en el que no iban a encontrar su sitio como iguales, les deja salir con el convencimiento de que no han encontrado la felicidad que buscaban. Una felicidad que ya se auguraba poco problable en la escena determinante para el fatídico desenlace: esa en la que Malick acude a las sombras chinescas como símbolo de lo prohibido. Luces y sombras del pasado de los recién llegados, de sus verdaderias intenciones. Luces y sombras que despiertan la maldad.
Luces y sombras. Fuego y cenizas.
El fin.
De ahí a que el hombre quiera volver a reencontrarse: volver a esconderse en la naturaleza. Como nuestros jóvenes de Malas tierras, Bill, Abby y Linda encuentran en el bosque a su mejor aliado.
Porque a Naturaleza contrarresta las maquinaciones humanas. Relaja a la persona. Le hace volver a ponerse en contacto con sus orígenes.
“Se prometió a si mismo que llevaría una buena vida a partir de aquel momento.”
Pero Malick no da tregua: el mal ya está hecho. Sólo queda pagar.
También Abby, y Linda.
Abby se siente tan culpable que no abandona ese negro con el que nos fue presentada, y del qu esólo había renegado en sus años de casada con el patrón, en sus años de despreocupación, sin Bill cerca. Este negro no es ya de luto, sino de reconocer quién es: una muchacha pobre y una pobre campesina, en busca de una felicidad que se le resiste. Y Linda…
“Aquella chica no sabía dónde iba ni lo que iba a hacer. No llevaba dinero. Tal vez se encontró con algún tipo, deseo que las cosas le hayan salido bien, era una buena amiga.”
La voz en off de Linda habla de la amiga que había encontrado en el campo el primer año, y a la que reencuentra tras el fatídico final (su hermano, muerto; Abby, abandonándola) y, no obstante, el discurso se antoja demasiado íntimo, un cierre tan derrotista que la propia protagonista se ve obligada a hablar de sí misma desde la distancia, confesando que se considera buena persona pero consciente de que, muy probablemente, no consiga, o no haya conseguido ya, redimir los actos de su juventud.
Y aún así, aún abriendo y cerrando puertas constantemente durante todo el metraje, Malick es incapaz de dejar Días del cielo como la derrota del ser humano que es. Las dos chicas se alejan, salen del cuadro, caminando despreocupadas sobre las vías de un tren “de las que no sabemos su destino”, que se pierden al fondo de la imagen.
No saben qué será de ellas. Simplemente, van a dejarse llevar. De ellas dependerá su suerte. El “destino” de las vías.
Religión, siempre religión. De plagas, Magdalenas y Jesucristos. y de Dios, ¿por qué no?
Que Malick es un hombre que se cuestiona, volcado más bien hacia su afirmación, la existencia de Dios, es algo que cada vez mostrará más en su filmografía. La religión planea sobre toda Días del cielo, haciéndonos pensar, más allá de las referencias al Gran Libro con la presencia de la plaga de langostas…
“Moisés y Aarón fueron a Faraón, y le dijeron: Así dice el Señor, el Dios de los hebreos: ‘¿Hasta cuándo rehusarás humillarte delante de mí? Deja ir a mi pueblo, para que me sirva. ‘Porque si te niegas a dejar ir a mi pueblo, he aquí, mañana traeré langostas a tu territorio. ‘Y cubrirán la superficie de la tierra, de modo que nadie podrá verla.”
Exodo 10
…en un Bill/moderno Jesucristo, un hombre de carne y hueso con deseos terrenales que llegado un punto crucial decide dejarlo todo y “sacrificarse” por el bien de otros. Un Jesucristo acompañado de su inseparable María Magdalena, Abby, a la que le lava en un momento clave los pies cual discípulo (integrando así también otra de las grandes discusiones sobre la identidad de los Apóstoles).
Magdalena, sufridora, que hace todo lo que éste le pide y le acompaña hasta el fin de sus días… y cuando Jesucristo se sacrifica, es capaz de rehacer su vida. Y lo hace sola, abandonando a Linda… desde el punto de vista de la pequeña. Porque desde el suyo, la está dejando en una de las mejores escuelas de la ciudad. Le está dando una oportunidad, lejos de volver a la pillería, a la pobreza. Le ofrece una educación, una salida, en un mundo en el que las máquinas comienzan la revolución…
Las alusiones cristianas engarzan perfectamente los símiles con el fuego (plaga de langostas versus final de la inocencia), con la turbia existencia del bien y el mal y la imposibilidad de redención, y con la dicotomía Naturaleza/espiritualidad (llevada al clímax en El árbol de la vida… ya llegaremos a ella en el texto que le pertoca).
Pero permitidme hablar de Jesucristo, sí, en otros términos: la segunda sub-interpretación coloca a Abby como el Mesías. Y es esta variante la más interesante de todas, porque coloca a la mujer en el centro de la historia.
Recordemos que en Malas tierras Holly narra los acontecimientos. Holly, a la que el director no duda en vestir de inocente María a los ojos de un espectador que aún defiende a la protagonista cuando en verdad nos esconde un personaje ultra-manipulador que se aprovecha de la bravuconería de su acompañante para conseguir lo que desea. En Días del cielo se retoma esta figura, pero en formato espejo: la opacidad que Malick consigue tanto con las interpretaciones de sus actores como con la volatilidad de sus imágenes nos permite pensar que Abby aparece aparentemente como la malvada que no duda en aprovecharse del patrón, o que se libra de la hermana de su difunta pareja en cuanto tiene la oportunidad, y el dinero, cuando, también, desde el inicio todos sus actos han estado dirigidos a aportar felicidad a la familia (familia: otro de los pilares que aborda Malick en el film, defendiendo que su unidad es una de las únicas posibles salvaciones y reclamándola siempre en boca de Linda). Recordemos que Abby es quien acaba siendo atada a la cama por parte de un patrón encolerizado. Atada como Cristo en la columna, en el pasaje de la Pasión, tras ser torturado por los romanos.
Abby “renace” tras la muerte de sus “torturadores” (en esta interpretación podemos recuperar a Bill y al patrón como los malvados del film: los que utilizan a las mujeres para conseguir sus propios fines y satisfacción personal), y el personaje “desaparece” tras esa “resurrección”, dejando al espectador con su legado: con Linda, y su capacidad, como ser humano, de decidir qué hacer con la segunda oportunidad. Ya no está en manos de Abby, de Jesucristo, lo que el hombre quiera hacer con el aprendizaje del fuego.
Finalizaré este texto rizando el rizo con otra perspectiva: si la religión es hilo conductor… Linda es la narradora de la profecía que avanzábamos. Linda se antoja onmipresente, conocedora de pasado, presente y futuro. Linda se presenta mística y cautivadora des de su primera aparición, y sus reflexiones son las que conectan todas las interpretaciones aquí descritas. La relevancia de sus palabras parece difícil de poner en boca de una niña, por mucho que podamos defender que son fruto de una experiencia prematura. Y si ya cuestionábamos que algunas sentencias parecen más atribuíbles a los propios cuestionamientos del director que a los de la niña de la historia… ¿no parece lógico pensar que Malick ha querido hacer participar al mismísimo Dios que tanto se replantea como parte de la historia? Linda es quien hace derivar a su antojo las vidas de Bill y Abby, incluso de la amiga que encuentra, en base a sus preguntas, contestaciones y necesidades y, en base al avance de los acontecimientos, el personaje toma más o menos protagonismo. Parece que Malick encubra su particular interpretación de un Dios Todopoderoso capaz de dirigir a su antojo a su “creación”, encarnándolo y escondiéndolo entre los mortales. Y en verdad todo lo que ocurre en Días del cielo podría pasar si el personaje de Linda no apareciese como tal en las vidas de los protagonistas.
TRAILER – Días del cielo (Days of Heaven, Terrence Malick, 1978)