El resplandor (The Shinning, 1980): el espacio del fracasado
“Now I’ve justified this to myself in all sorts of ways. It wasn’t a big deal, just a minor betrayal. Or we’d outgrown each other, you know, that sort of thing. But let’s face it, I ripped them off.”
Trainspotting (Íd., Danny Boyle, 1996)
Perspectivas imposibles, desaparición de metros cuadrados, transformación de extensas cocinas en pequeños habitáculos, que señalan la salida con solo abrir y cerrar la puerta de una cámara frigorífica…. Si hay algo aterrador en El resplandor es la sensación de no controlar el espacio. De que el espacio te domina, te oprime. De que el hotel es el verdadero protagonista.
Pero, ¿qué es el hotel?
Imaginemos el Hotel Overlook a dos niveles: como representación del hogar creado por un fracasado, y como representación de la propia mente de éste.
El fracasado en cuestión, obviamente, es Jack Torrance. Un escritor en horas bajas, deprimido, que proyecta su frustración, de la forma más violenta posible, hacia su propia familia, cuando sus sueños no se cumplen. Cuando no todo es perfecto.
Lamentablemente, muchos de nosotros hemos podido conocer personas así: amables y tiernas cuando son felices, y volcanes en erupción cuando se enfadan… con ellos mismos.
Porque Jack está enfadado con su propia falta de decisión. Con verse atrapado en unas obligaciones que no se corresponden con sus deseos. Con ser incapaz de poner en valor que está rodeado de un amor incondicional, el de su mujer y su hijo.
Y explota.
Igual que muchos otros. Igual que, por ejemplo, Delbert Grady, diez años atrás.
Kubrick prescinde, por segunda vez, de la voz en off para iniciar su particular visión de la novela de Stephen King. Y lo hace no únicamente porque la música es una más que impecable voz introductoria (sumada a unos títulos de crédito que aparecen como las líneas escritas negro sobre blanco en una máquina de escribir: iguales, equidistantes, aterradoramente rítmicas), sino porque el paisaje aéreo con el que abre el film es también perturbador, y premonitorio.
Vastas y tranquilas llanuras se transforman en rocosas montañas que envuelven al pequeño coche que se dirige a su destino (Haneke utilizaría el mismo simbolismo para sus Funny Games – Íd., 1997, 2007 -). Del paisaje, del coche en cenital, a los travellings dentro de las cuatro paredes del hotel Overlook. De la recepción al inquietante micro-despacho del gerente y… fundido a la cocina del apartamento actual de la familia, con la esposa e hijo del protagonista. Un niño que revela a su amorosa madre que no quiere ir a vivir al Hotel. Una áspera voz le dice que no es buena idea. Una voz de niño asustado, una voz interior… una intuición, que le hace sentir el miedo que le profesa su padre.
Y vuelta al paisaje, vuelta coche, vuelta al interior del hotel.
Un inicio cíclico para una vida cíclica. La que viven Wendy y Danny. Danny… cuyo enanito preferido es Mudito.
Callar y someterse. No alzar la voz para mantener la paz.
Tranquilizar al Minotauro.
El hogar creado por Jack está lleno de trampas. A veces deja que la familia se sienta cómoda, y los espacios son amplios, como la gran cocina del hotel. A veces, decide guardarse cosas para sí mismo, y cierra las puertas a su mujer, y a su hijo. Ese sería el espacio en el que escribe, al que les prohíbe entrar cuando necesita encontrarse a sí mismo, cuando decide alejarles, sabedor de que necesita su propio espacio para respirar, para mantener a la bestia bien escondida.
Pero Jack, conocedor de su rabia, de su autogenerada impotencia, es incluso capaz no tan solo de apartarles, sino de levantar muros entre ellos, por su propio bien. Quizá en sus cada vez menos frecuentes momentos de lucidez. Es cuando, en verdad, les muestra la salida. Cuando, de forma inconsciente, preferiría que le abandonasen, e incluso le gustaría empujarles a ello.
Es cuando, en definitiva, Kubrick traduce el espacio en un laberinto cambiante, perturbador. Asfixiante por irreconocible. Por impredecible.
Y es cuando, también y a diferencia de sus anteriores films, el director decide utilizar el fundido encadenado relacionado para las transiciones de una a otra escena como técnica básica. Porque no hay nada más inquietante que una amable transición que introduce al espectador, poco a poco, en el horror del confinado espacio.
Eso sí: a medida que avance el film y lleguemos al desenlace, la técnica será sustituida por cortes directos y montaje en paralelo con escenas cortas e impactantes, diametralmente opuestas a los travellings con los que nos obliga a recorrer las desquiciadas estancias.
Pero sigo con el espacio.
De vez en cuando, justo antes de una crisis, Jack desconfía de todo, y todos. El hotel se llena de espejos, y en especial el habitáculo que es su habitación. Espejos que reflejan sus prejuicios e indecisiones. Y cuando le sobreviene un ataque… la toma, directamente, con sus más allegados. Y no exclusivamente de forma verbal.
Sabemos no es la primera vez.
Tampoco debía serlo para Grady.
Kubrick, entre otro de sus muchos sermones incluidos en El resplandor (para teorías, de las más a las menos verosímiles, es más que recomendable el documental Room 237 – Íd., Rodney Ascher, 2012 -), trata la violencia de género y el maltrato infantil presentando al maltratador como el estereotipo del que se siente incomprendido, agredido, al serle cuestionados sus actos. respondiendo siempre a la defensiva, antes de ser “atacado”. Y Kubrick muestra el estereotipo soguiendo, también, un patrón: de ahí a que desde el inicio del film se advierta a Jack del asesinato perpetrado diez años atrás, y toda la historia del escritor avance según esa advertencia. “Si sigues así, si no cambias, acabarás solo. Y, en el mejor de los casos, tu familia podrá escapar de ti”, parece decir Kubrick al espectador que pueda sentirse algo identificado. Identificado con Jack, o con Grady. O con los dos. Al fin y al cabo, uno es espejo del otro. Patrones. Espejos. Casi simétricos, desde su apocada imagen hacia los desconocidos, hasta su malicia volcada en los que más les quieren (“es su madre, ella mete baza”, se justifica Jack ante Grady… ante su propia conciencia).
Porque muchas veces, ni la mujer, y mucho menos los hijos, saben cómo actuar. Cómo salir de la agonía de convivir con un maltratador, físico y/o psicológico. Se ven atrapados en un laberinto sin salida… e incluso dejan que los pensamientos negativos también les invadan. Así que, siguiendo con la idea de Kubrick para representar esta sensación de impotencia que puede acabar, también, en locura: los dos inocentes, Wendy y Danny, se ven también transformados. Desquiciados. Porque el más débil puede caer en los mismos delirios que su “captor”.
El director ya avanza su propuesta con respecto a esta indeseable evolución desde buen inicio: en el pasaje en el que los tres van en coche hacia el hotel, Jack, al que acabamos de conocer en la entrevista del hotel (un afable y servicial hombre con ganas de trabajar… y que, no obstante, repite en demasiadas ocasiones que su familia no tendrá problema en vivir aislados varios meses), se mofa de su hijo cuando comenta algo que ha visto en la televisión. Es una escena tensa, ya no por lo que se dice, sino por el lenguaje no verbal de los tres protagonistas. Poco más adelante, Jack se dirigirá en varias ocasiones de forma realmente despectiva a Wendy (en la sala de escritura principalmente), hasta el momento en que ella es consciente de que Jack ha vuelto a abusar de Danny (¿nos creemos realmente que le ha atacado el espectro de una vieja que no ha abandonado la habitación 237?). Y es ahí cuando la mujer llega a un momento decisivo: luchar contra la locura (esto es, seguir sometida a su marido, representado por Kubrick en el momento que comienza a compartir las visiones de Jack – el hombre con la cabeza ensangrentada, la felación del que está disfrazado de cerdo al burgués -)… o escapar con su hijo. Darle otra vida. Lejos, muy lejos del maltratador que es su progenitor.
Danny, más pequeño, más maleable, es tentado por los fantasmas de su padre demasiado pronto. Tony, la señora de la bañera, las gemelas y el río de sangre… los distintos “resplandores” no son más que recuerdos grabados en su memoria más profunda, o mecanismos de escape a su tormentoso día a día. Vivencias que, de no ser bien gestionadas, volverán a repetirse… siendo él mismo el protagonista de los abusos, esta vez hacia sus propios descendientes. Porque el maltratado, en más ocasiones de las que nos imaginamos, se convierte también en maltratador.
Menos mal que hay ángeles. Personas que les ayudan, aunque pongan en riesgo su propia vida.
El “ángel” de Wendy y Danny es Hallorann, el cocinero del Overlook. Ángel entre comillas, porque Kubrick no se olvida de mostrarnos cuáles son sus debilidades con la, digamos, indecorosa decoración de su habitación.
Así que Wndy toma una decisión. Y Danny también, en pleno laberinto. Y quizá el cierre del film pueda parecernos esperanzador, con Jack congelado en el suelo, no habiendo conseguido repetir el desenlace que sí consiguió Grady, y con madre e hijo alejándose del hotel, del aterrador “hogar”, de las confabulaciones y neuras de un padre que no ha ejercido como tal… Pero:
¿Se ha roto la maldición? ¿Se ha conseguido reiniciar la historia, no cerra el círculo?
Nada más lejos.
El maltrato, sin normativas ni duras leyes que persigan a sus ejecutores, sin fuertes organismos oficiales que puedan proteger a las víctimas, seguirá siendo una realidad en nuestra sociedad. Y ellos, todos ellos, porque al fin y al cabo son una manada que se autoprotege… seguirán divirtiéndose a costa de los más débiles. Como si de una perpetua celebración del cuatro de Julio se tratase.
TRAILER – El resplandor (The Shinning, Stanley Kubrick, 1980):
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