La virgen de Agosto: raíces, dudas, descubrimientos.
“- ¿Quién eres ahora?
– No lo sé.”
Ana de día (Íd., Andrea Jaurrieta, 2018)
Agosto. Madrid. Calor.
Dejarse llevar por la característica superficialidad que las circunstancias incitan, o aprovechar a reflexionar sobre quién eres. Realmente.
Reflexionar. Sin perjuicios, sin barreras.
Revisar tu rutina, romper con tu día a día y alejarte de tu entorno habitual… yendo al corazón de lo que éste representa. Cultivarte con nuevos conocimientos, llenarte de experiencias hasta ahora (auto)censuradas… que siempre han estado a tu alrededor.
Conectar con un pasado que has dejado de lado, o con un presente que nunca has querido incluir en tu esquema de vida. Descubrir qué es lo que quieres cambiar, y preñarte con un propósito, un descubrimiento, un fin. Desde el vacío, desde la inocencia. Desde la más pura virginidad. Sentirse Virgen para ser como quieres ser, no como te han dicho, incluso tú misma, que seas.
Conocerte. Abrirte. Ubicarte.
Y compartir ese nuevo yo con personas que ni te planteabas un año atrás. Un mes atrás.
Hace tres años incluía en la crítica de La reconquista (Íd., Jonás Trueba, 2016) la siguiente sentencia: “La reconquista es una mirada nostálgica, no tanto al pasado, sino a la pena de ser como somos. Unos cobardes incapaces de avanzar hacia la dirección (y sentido) que queremos”. La virgen de Agosto parece la respuesta lógica a la madurez que el director buscaba para los protagonistas de aquel triste rencuentro, de aquel fallido no querer que las cosas cambien.
Porque todo cambia, como los protagonistas de los films de Trueba. Esos que pertenecen a una generación que se siente perdida en tanta abundancia, entre tantas facilidades. Esos que dejan de mirar atrás, o de representar el (por otros envidiado) vacío que el acceso a una formación privilegiada les ha otorgado, y se han encontrado encerrados en un futuro que ofrece más preguntas que respuestas… simplemente porque no existen, así como así, fuera de ellos mismos.
Por eso es tan importante La virgen de Agosto en su filmografía. Porque por fin deja de mirar atrás, o de autoflajelarse a sí mismo y a unas amistades/actores/espectadores que comparten sus inquietudes, y decide mirar hacia delante de la única forma posible: integrándose en el valor de lo que siempre ha estado ahí.
Trueba encuentra en el Madrid de Agosto el reflejo perfecto al interior de su perdida Eva. Una gran urbe, una ciudad cosmopolita, multicultural… que sin embargo mantiene su propia identidad albergando aún arraigadas festividades locales. El director atiende a las tradiciones religiosas, a la inmigración de la generación de nuestros padres, a bajar (bueno, no del todo, pero con razón) del pedestal erudito que regía la reflexión de sus protagonistas tan criticado por algunos en sus anteriores films, para buscar respuestas en este ahora que sólo tiene sentido mezclándose con la España tradicional, inmigrante y pobre que levantaron como pudieron muchos de nuestros padres, esos que no olvidaron sus orígenes. Trueba nos muestra, quizá a la vez que a sí mismo, que no podemos valorar nuestro futuro exclusivamente desde el análisis del yo racional.
Así que ahí tenemos a Eva, una mujer que a sus treinta y tantos decide descubrirse, descubriendo a su Madrid natal. Que se aleja de sus amistades de la infancia, o de la universidad, para no oír verdades que la avergüenzan en boca de los que la conocen, para abrirse en canal y aceptar sus críticas objetivas ante desconocidos que resultan mucho más sinceros que ella misma. Que se obliga a conocer nuevas experiencias, incluso aquellas de un calibre místico con el que tan poco se podía haber identificado hasta ahora. Trueba retrata a Eva tan pura, y puritana (incluso con su vestuario), como lo es su mente. Incluso decide que no protagonice sus encuadres, dejándola en la primera parte del film más escondida, confundida con las calles de la ciudad, o en la penumbra del apartamento prestado. El diseño del bañador que le prestan en uno de los momentos clave del film no es baladí. Y es ese momento, en el que es consciente de la bondad de una escena, una vivencia nunca posible antes de ese Agosto revelador, en la que su figura, su rostro, toma por fin todo el protagonismo. Porque será a partir de entonces que abra su mente, que acepte las críticas, que se muestre como quiere, sin importar cómo tilden otros sus actos.
Porque en verdad eso da absolutamente igual.
Así, hasta el cierre, Eva modifica exponencialmente su comportamiento. Un cierre que resulta significativo, incluso formalmente: Eva se sitúa en el centro de la imagen junto a la niña con la que ha podido identificarse hasta el momento. La escucha y observa, se ríe. Cuidará de ella, ya desde la madurez del que se ha encontrado… en la fiesta del barrio.
En cierto sentido La virgen de Agosto se antoja el reverso realista de Ana de día, aquella en la que la guionista y directora se servía de la ficción para que su protagonista se encontrase a ella misma identificándose en una doble que suplanta su identidad.
En Ana de día, la chica rebusca en escondites de su propio interior, representados principalmente en esperpénticos locales de alterne, para definirse. En La virgen de Agosto, la protagonista se pasea por un mundo que no por ser más inocente le es menos desconocido, y atractivo. Y, en cualquier caso, la finalidad de las dos es la misma. Dos aproximaciones tan dispares a una misma inquietud generacional.
La narración de Trueba, que eleva el adjetivo “natural” a límites arrolladores, ha conseguido que muchos, muchas, nos sintamos realmente Eva, en un momento vital de necesaria revisión de lo que queremos ser y a lo que queremos llegar. Quizá madres, quizá profesoras, quizá investigadoras, o escritoras. Quizá actrices. Quizá, simplemente, chicas independientes, unidas entre nosotras por un pasado ligado a la Guerra Civil, a los esfuerzos de nuestros padres en pagarnos una educación, y a la necesidad de demostrarles que su esfuerzo ha valido la pena.
TRAILER – La virgen de Agosto (Íd., Jonás Trueba, 2019):