Bienvenidos al Café Society: un nivelador de ensueño, de sueños.
“El día que el presente ya sea historia
y las aguas se nos calmen de una vez,
entenderás en mis silencios tantas cosas,
las que ahora escribo cuando no me ves.”
Extracto de Cuando no me ves (El poeta Halley, Love of Lesbian, 2016, Warner Music)
De autoimpuestos roles sociales, y mismas ilusiones (y frustraciones)
Nueva York, años treinta. En el Café Society comparten espacio políticos; aristócratas de título, y de postín; estrellas de cine; modelos; gánsteres… y románticos empedernidos. Todos con un pasado, con unas apariencias que mantener (hacia los demás y hacia ellos mismos) y, sobre todo, con sueños de futuro. Y de pasado.
“Los sueños son sólo sueños”, le dice Bobby a “su” Verónica, en un momento clave del film.
Mentira. Y los dos lo saben.
Los sueños son un refugio para los que alimentamos una soledad autoimpuesta por falta de decisión. Por prometernos a nosotros mismos que estamos mejor en nuestra zona de confort.
Allen enmascara en la nostalgia una cruda crítica hacia los que no somos capaces de hacer lo que realmente queremos y, en este sentido, la falsa y cómica melancolía del guión de Allen, disfrazada con una “imposible” historia de amor, es sencillamente el pretexto para sacudir la conciencia del espectador e instarle a actuar. Porque la historia de Bobby y Vonnie es la visible, pero no la principal. Allen entrelaza la de Phil y la de Ben, la de Veronica y la de Evelyn, construyendo un guión en el que todas se interrelacionan profundamente aunque no lo parezca. Porque todos ellos son iguales, caras de una misma moneda… aunque algunos, los más, son los verdaderos ganadores.
Y para darse cuenta de ello no hay más que prestar atención tanto a la escena introductoria como al equilibrio que otorga Allen a la historia de Bobby con la su hermano Ben a lo largo de todo el metraje.
Phil Stern y Bobby Dorfman, los ejemplos a seguir
Allen abre Café Society con un hermoso travelling que muestra una fiesta común, en una común mansión de Beverly Hills. La ambientación, pero sobre todo la magia de Vitorio Storaro, director de fotografía en el que ha confiado Allen su primer film digital, nos adentra de inmediato en esa vida de lujo en la que a muchos nos gustaría vivir, deteniéndose en el hombre al que todos prestan atención: conocemos a Phil Stern, hombre de éxito perteneciente a la industria cinematográfica.
El director realiza entonces el contraste: le llama su hermana desde el Bronx. Quiere que ayude a su hijo Bobby, que ha dejado el negocio familiar y quiere trabajar con su tío.
Rápidamente Allen nos ha mostrado a un hombre de éxito, creado a sí mismo, que no quiere sentirse parte de un pasado que preferiría olvidar. Y, sin embargo, a medida que avanza el film, se dará cuenta de la importancia de sus raíces. Stern es uno de esos verdaderos ganadores, contrariamente al papel de Bobby desempeñado magistralmente (como todos estos tipos de papeles en los que ya ha sido encasillado) por Jesse Eisenberg. El personaje de Phil Stern acaba siendo, sorprendentemente, el más honesto de todos, y el más parecido al Allen de la vida real. Es el que decide, sin importar las consecuencias sociales, hacer lo que realmente le dicta su corazón. Es, en definitiva, el “bueno” del film. Igual que Ben el gánster… al que en todo momento debemos, además, comparar con Bobby y su historia. La similitud de sus nombres no es, en absoluto, casual: Ben y Bobby no son tan diferentes. Y Allen decide comparar al “bueno” y al “malo”, refugiando el guión en una simpática referencia a las mafias de las calles de NuevaYork de los inicios del siglo XX.
Ben alcanza el éxito rápidamente. Dinero fácil y rápido, vendiendo su talento al mejor postor, y aprendiendo rápidamente. Bobby, también. Ben es un gánster, Bobby trabaja en Hollywood. Allen deja claro que no hay gran diferencia entre las dos profesiones, y la constante comparativa entre los distintos tipos de matones que nos podemos encontrar en la vida (gánster – productor cinematográfico) es hilarante, además. Pero…
… Ben cuida de los suyos. Esa es la gran diferencia con Bobby, cuyo egoísmo (por mucho que declare amor eterno a Vonnie) le llevará a no ser feliz. Incluso cuando Ben abraza el cristianismo (otro momento hilarante, que un judío encuentre en el cristianismo la recompensa por sus actos pasados), y sus consecuencias, la vida de los dos hermanos está ligada: Bobby, tras la última escena “con su hermano”, no aprenderá de él. Es a partir de entonces cuando Allen decide no hacer avanzar la película. Simplemente, se dedica a presentar escenas de vidas vacías, consiguiendo que el espectador se adentre en sus propios pensamientos y vivencias, curiosamente utilizando los mismos recursos de siempre (a ritmo de jazz y con escenas de tonos cálidos, aunque en esta ocasión el humor es sutil y con mucha menor presencia que en anteriores films), entrando en una espiral de sentimientos mezcla de desolación, humillación y, con suerte, y como estamos convencidos espera Allen, superación y ansias de cambio.
Bobby y Vonnie, perdedores
Ser rico, vivir en una gran mansión, ser respetado, ser importante, estar acompañado por la persona a la que quieres, y que te quiere por lo que eres. O, al menos, por lo que has conseguido.
El status no deja de ser el gran problema de esta sociedad.
Los sueños se alcanzan, y son el alimento, la “luz” del alma cuando uno decide no arriesgarse. La historia de desencuentros de Bobby y Vonnie nos recuerda a la de Blue Jasmine (Íd., 2013), aquella mujer que también prefería vivir una mentira y no pensar en lo que realmente pasaba a su alrededor. En aquella, también, y como me recordaba una gran amiga, el novio “garrulo” resulta ser el más bondadoso, el buen partido enmascarado… el Ben de esta Café Society.
De su historia hay que destacar, precisamente, el gran trabajo de Eisenberg como “joven Allen”, tal y como comentábamos, y de Kristen Stewart, con una espontaneidad y falta de integración en el típico teatro de Allen (tradicionalmente compuesto por actores/personajes exagerados que se adaptan como un guante a la ironía del director y guionista) que nos recuerda enormemente a una joven Jodie Foster y cuya extraña naturalidad resulta ser un elemento que distorsiona agradablemente el avance del film, otorgando a Café Society una rebeldía que se ve recompensada con un público que puede identificarse mucho más con las ansias de un futuro arrollador de la chica.
Veronica y Evelyn, feminidad y fuerza
Dos personajes secundarios mucho más importantes de lo que parece. La Veronica de Blake Lively es la gran sorpresa del film. Sólo por la escena que comparte con Bobby, su futuro marido, vale la pena ver la película. Sexualidad contenida que se transforma en amor, pero sin devoción, por un marido que no la tiene presente en su vida. Esta sí es la Veronica fuerte, la que vale la pena, y a la que hay que prestar atención. Es una lástima que, aunque conscientemente, no tenga mayor relevancia. La escena en su casa, con Evelyn y su marido mientras hablan de lo que Bobby puede haberle hecho al vecino, en la que Allen la deja encuadrada pero tapada por una pared, dejando que solamente se le vean las piernas, es brillante: Veronica está, pero nadie le hace caso.
Y finalmente Evelyn, la hermana de Bobby y Ben. Destaca la personalidad que le insufla Allen, a medio camino entre sus dos hermanos. Con el hándicap de ser mujer en los años treinta, Evelyn es inteligente y manipuladora. Es, en cierto modo, igual que Veronica, pero con un egoísmo que la hace mucho más líder que la anterior. En cualquier caso, las dos son mucho más interesantes que Vonnie, la chica que prefirió no arriesgar y ser atrapada por la falsa felicidad que el poder le ofrece, obnubilada por Stern y su entorno.
Cuanto más poder, más corrupción. Hacia los demás para conseguir lo que se quiere, pero sobre todo hacia uno mismo. La escena final de Café Society es abrumadora, deprimente y reveladora: cuando uno conecta con su verdadero yo, es cuando se da cuenta de qué era lo realmente importante.
Café Society, una nueva fantasía de la factoría Allen
Finalizaremos esta reflexión con la típica pregunta anual: ¿Es este un buen film del prolífico director, o puede considerarse menor? Irrational Man (Íd., 2015) ya convenció por la naturalidad de su avance, y Blue Jasmine por lo tenaz y actual de su argumento. Parece que el realizador lleva ya unos años, de nuevo, en racha…
Porque Café Society recuerda a Blue Jasmine, pero también a Midnight in Paris (Íd., 2011 – otro personaje perdido, guionista en Hollywood, que encuentra de nuevo su inspiración personal y profesional en un, aquí sí, nostálgico pasado) y, sobre todo y para la que aquí escribe, a la personalmente mejor obra del director, La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985). Historias de personajes que se refugian en la fantasía, literal o emocionalmente, para salir adelante. Algunos buscando la empatía barata, como Bobby y Vonnie, otros demostrando la valía de sus sueños, convirtiéndolos en realidad, como los de Gil y Cecilia. Allen sigue proyectando su yo más profundo y sentimental como desde hace años, y sin embargo no repite sermones. Simplemente, sigue encontrando en la sencillez de sus imágenes, encuadres y diálogos la mejor forma de radiografiar una sociedad que evoluciona, pero no crece.
TRAILER – Café Society (Íd., Woody Allen, 2016)
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