#Sitges2017N4: “la suerte está en la ciudad”
Wind River (Íd., Taylor Sherydan, EEUU, 2017, Òrbita)
El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, Yorgos Lanthimos, Reino Unido, 2017, SOFC)
The Book of Birdie (Íd., Elizabeth E. Schuch, Suecia, 2017, Noves Visions Plus)
Kaygi (Inflame, Ceylan Özgün Özçelik, Turquía, 2017, Noves Visions One)
No es cuestión de suerte, tener una voluntad de hierro.
No es cuestión de suerte que recuerdes, para tu descanso mental, el dolor causado a tus más allegados.
No es cuestión de suerte, superar un trauma de la forma menos dañina para ti mismo.
“La suerte no vive aquí. La suerte está en la ciudad”, le dice el rastreador a la agente del FBI, en Wind River.
Quizá, lo que sí es cuestión de suerte, es que Dios no decida jugar contigo. Que no te haga sentir expulsado del paraíso.
Wind River
Taylor Sherydan se pasa a la dirección con Wind River, firmando también el guión de este thriller basado en hechos reales, sutil y acertádamente awesterneado, en el que la clásica investigación policial alrededor de un cadáver encontrado semienterrado bajo la nieve esconde denuncias y reivindicaciones mucho más profundas.
Wind River destaca, por encima de todo, por atreverse a exponer, sin tapujos, que la falta de integración, tanto nivel social como legal, entre los blancos “colonizadores” y los indios americanos sigue siendo vergonzosa. Y lo hace a modo de espejo: el protagonista es un rastreador; las nuevas generaciones de las familias indias caen en las adicciones de las que tampoco pueden escapar los blancos en estos tiempos en los que la esperanza también se ha perdido; las cabelleras que tomaban como trofeo aquellas tribus que tantas veces hemos visto en los clásicos del cine de género se transforman ahora en una sonrisa agridulce tras culminar la fría venganza que hierve en la sangre norteamericana; los colonizadores, guardias de seguridad de una empresa petrolífera, no son, ni mucho menos, los tan vendidos soldados salvadores, sino más bien la representación del terror más cruel…
Y los padres, blancos o indios, siempre son padres. Sufridores, y luchadores.
Sherydan los emplaza a todos en una reserva apartada de la América profunda, como las aisladas casas de esos pueblos de finales del siglo XIX, y les hace reaccionar ante uno de los crímenes más viejos del mundo: la violación, y asesinato. Cámara en mano mostrará las reacciones más irracionales, combinándolas con planos fijos del interminable manto blanco de nieve que, aunque lo intente, no borra la verdad: que el hombre, sea de la raza que sea, no es inmune a la presión y explota de la peor manera que su (poca) inteligencia le permite; que el dolor sólo puede superarse si uno se aferra a él; que, con voluntad, podemos ser verdaderamente poderosos. Y aunque la historia, tristemente, no es nueva, igual que el desenlace del film, y aunque no haya un planteamiento arriesgado en su puesta en escena… a Sherydan no le importa. Porque su historia es la que no muestra abiertamente, no es el blockbuster que convencerá al americano medio (ese que no comprenderá el film). Su historia, el ensalzamiento de los valientes que han decidido vivir apartados de las comodidades que la gran ciudad otorga a cambio de fidelidad, cala a través de miradas, de silencios, y de empatía. Y de una banda sonora que se excede en el melodramatismo, pero que acaba siendo el remate perfecto para marcar a fuego en el espectador los rótulos finales.
“La suerte está en la ciudad”, dice el rastreador a la agente del FBI. No hay que quitarse mérito, hay que demostrar la valentía que, unida a la terquedad, es la que ha conseguido encontrar a los asesinos, es la que ayuda a vivir en las condiciones más adversas. Y, no obstante, cuando conocemos las cifras de desaparecidos que no han obtenido justicia por (intencionada) falta de recursos, es imposible no preguntarse lo siguiente:
¿Qué Dios permite que una mujer muera y no sea ni tan siquiera buscada?
¿No nos gustaría enfrentarnos a el, cara a cara, para preguntárselo? Cuestionarle si nuestras dichas y/o desgracias son debidas a la suerte, al azar de que te toque a ti o no, sufrir… al menos en la ciudad.
Lanthimos nos da la respuesta.
El sacrificio de un ciervo sagrado
Recordemos: en Canino (2009) el director hablaba de la decisión de un padre para evitar que su familia conozca la cruda verdad social; en Alps (2011), de la necesidad de superar el dolor de perder a un allegado; en Langosta (2015), de la impuesta imposibilidad de sobrevivir estando sin pareja en una cultura construida para que no puedas valerte por ti mismo. Y ahora… un Lanthimos algo más descafeinado aún (parece que el peaje para ser comprendido por anglosajones es minimizar el grado de surrealismo) parece querer cerrar el círculo de su obsesión con El sacrifico de un ciervo sagrado. O, al menos, ampliarlo.
Un cirujano se cree Dios. Quizá, con razón. Y todo su mundo puede venirse abajo si un paciente muere en el quirófano por haberse comportado de forma negligente. El director coge esta premisa y la lleva al film: el hombre, el médico, es una buena persona, así que intentará mantener una relación cordial con el hijo del fallecido. Una relación que se estrecha hasta convertirse, inevitablemente, en la sustitución del padre. Y cuando quiere arreglarlo, ya es tarde: el chico le hará escoger. O decide quién de su familia debe morir a cambio del fallecimiento en la mesa de operaciones, o morirán todos ellos, lo más lentamente posible.
La sinopsis es clara, y correspondería a un thriller de sobremesa de domingo. Pero Lanthimos es Lanthimos…
El niño se nos antojará Dios. Un Dios cruel y vengativo, el del “ojo por ojo y diente por diente”. El Dios del antiguo testamento.
El Dios caprichoso.
Un Dios que escoge, por azar, al cirujano.
La suerte está echada.
Así, Lanthimos nos sumerge en las dos horas de metraje en una reflexión sobre el sentido de la pareja, como hizo en Langosta; sobre el sentido del sobreproteccionismo de una generación que pierde los estribos si pierde el iPod, como hizo en Canino; sobre lo fuerte que pueden ser los vínculos entre seres humanos que pertenecen a una misma familia por verdadero azar genético, com en Alps… pero le añade, ahora, el pensar sobre el abandono de la religión para ser más feliz (o, más bien, de si ese abandono nos hace realmente felices); sobre el nivel real de decisión que cada miembro de la familia tiene, es decir, sobre los estereotipados papeles del núcleo familiar que todos hemos dado por buenos, en el sentido de que él, el hombre, es el bueno, el que se deja llevar, el que no toma decisiones; ella, la mujer, es la egoísta, la estricta y controlador; los hijos son los inocentes que acaban pagando las malas decisiones (el planteamiento del film es muy The Box – Íd., Richard Kelly, 2009 – también, porque no dejan, las dos, de plantear una misma pregunta sobre la doble moral del ser humano, que resulta en la condena de su supervivencia); sobre el egoísmo o el verdadero amor al prójimo (gran parte del film recrea, posiblemente, la decisión de Adán y Eva (morder la manzana/convertirse en verdugo), hasta culminar en esa escena espeluznantemente graciosa que hace pensar en la escena de Funny Games – Michael Haneke, 1997-2007 -, y que culmina con la expulsión del paraíso/cafetería).
La imagen distorsionada, la cámara en lo alto y avanzando lentamente, com si expiase a los personajes… Lanthimos deja que miremos, también, como dioses. Que seamos el niño, inconscientemente. Y completa esos raros encuadres con diálogos recurrentes sobre correas de reloj, sobre quién tiene más o menos pelo, sobre llevar o no casco en la moto… no son más versiones de conversaciones cotidianas con la familia y amigos. Conversaciones para mantener un status, para no salirse del convencionalismo y del “saber comportarse” según las reglas socialmente establecidas. Lanthimos filma de nuevo, con poco, como decíamos, de ese surrealismo que sabemos es marca de la casa, para plantearnos si la moral, creencias y principios que seguimos son los que deberíamos.
Y acaba dejando a Dios sentado en la cafetería. Apartado, ignorado… pero siendo mirado, vigilado, de reojo, por los miembros de una familia que ya ha perdido la inocencia.
En el extremo opuesto: la inocencia de Birdie, la chica que compara a Dios con un superhéroe, para superar su mala suerte.
The Book of Birdie
Birdie es una niña a la que su abuela interna en un convento para ocultar su estado de buena esperanza. Intuimos que no fue fruto del amor, y que Birdie se refugia en su imaginación para sobrellevar el trauma que ha sufrido.
Así que Birdie se levanta a las 05 a.m. para rezar, ayuda a lavar las sábanas, da de comer cereales a Ignacio, el feto que ha abortado en una etapa muy preliminar de su embarazo, lee cómics y se divierte con la única amiga que tiene, cuando no está con las otras monjas.
Y, sobre todo, se imagina casándose con su héroe. Con Jesucristo.
La directora se introduce dentro de lo que va a criticar abiertamente, la Iglesia, y se mofa de sus creencias escondiéndose tras la mirada de una niña que podría creer verdaderamente aquello que se le está enseñando. Arremete contra una institución que prefiere tapar los problemas a enfrentarlos, contra las familias que son cómplices de ello, contra la falta de abrirse a un mundo (a través del papel de la hija del jardinero) que ha evolucionado mucho más deprisa de lo que les habría gustado a ellos… y ensalza, por encima de todo, el papel de la mujer (y su feminidad) como pilar social. Lo hace mezclando realidad y ficción, imagen con ilustraciones, con un hermoso estilo que concentra su paleta de colores en el rojo sangre, el dorado de las reliquiaso el azul del paisaje exterior (la verdad es del blanco puro de la nieve que cae fuera de los muros del convento). Es así com Schuch nos sorprende y nos remueve, a través de un grafismo tan bello que no puede ser evitado. Y, en la belleza, está la implacable denuncia.
Pasamos de dioses a fantasmas, y del pasado, con Kaygi (Inflame).
La mala suerte, según Wind River, quiso que en 1993 decenas de intelectuales muriesen en el oficio de una ciudad turca, tras ser intencionadamente incendiado por radicales extremistas.
Kaigy (Inflame)
La protagonista de Kaigy (Inflame) es editora de documentales desde hace años, pero abruptamente la cambian a la sección de noticias. Desde entonces deberá luchar contra las visiones y sonidos que se le agolpan en la mente, tanto de día como de noche, sobre retazos de un pasado que ya no recuerda.
Ceylan Özgün Özçelik hace avanzar su propuesta de forma magistral. Primero, introduce al espectador en el film de la forma más objetiva posible: plantea el tipo de trabajos que su protagonista debe hacer, haciéndonos ver la censura que promueven los medios de comunicación para ensalzar al gobierno, con ejemplos concretos. Poco a poco, hará que la cámara sustituya a la protagonista, convirtiéndonos en ella al hacernos pasar por los pasillos de la oficina, o caminar por las desiertas calles de su ciudad para, finalmente, atraparnos en la subjetividad de sus visiones y sueños, sufriendo con cada nuevo sonido que ella oye, y adentrándonos en sus pesadillas… hasta llegar al homenaje que es el film.
Si Wind River es un recordatorio basado en hechos reales que apela al dramatismo de la situación desde la distancia del que lo ve, Kaigy (Inflame) arrastra al espectador al incendio para que sienta lo que se debió (y debe) sentir siendo víctima, o hijo de víctimas, de una injusticia tan enorme.
Y quizá, en ninguna de las dos, la suerte tuvo nada que ver. Quizá todos son, somos, juguetes de ese dios vengativo y caprichoso de Lanthimos. Quizá deberíamos hacer caso a Birdie… y lo mejor sea evadirse. Pero no, no lo creo.
TRAILER Wind River:
TRAILER El sacrificio de un ciervo sagrado:
TRAILER The Book of Birdie:
TRAILER Kaygi:
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