[El deseo es una cuestión no menos isotérmica que pendular]. Lentejas viudas de naturaleza impersonal, me hubiera gustado decir para estar a la altura. Una de ellas camina hacia mí. Menuda frase. ¿A quién se le habrá ocurrido una frase así?, pienso distraído mientras acaricio la mesa roída por la vida de alguien con mis manos ásperas y llenas de cortes (qué bonita imagen si hubiera podido hacerla). Y esta otra: [Es ocioso tu desdén]. Aunque me dejan tocarlas, no acabo de entenderlas bien. Suenan a historia de amor, o mejor, a tragedia de amor imposible. Alguien que alguna vez comió en esta mesa vivió una de esas historias de novela o de película, o peor, quizás una terrible historia de telediario. Quién sabe, quién. Las lentejas se enfrían de camino a mi boca, aburridas bajo el yugo del automatismo en su “desembarco diario en Normandía” (qué cosas que podría llegar a decir), apretadas en una cuchara, con miedo a caerse. De la cazuela al plato y del plato a la cazuela. Cuántas de estas 15 habrán hecho el viaje de ida y vuelta. Da igual. El vocerío se apodera de la cantina, el partido de ayer, el partido de mañana, el humo de ayer, de hoy y de mañana, la lotería que tiene que sacarte del carbón, del frío y del vértigo, del vino malo que calienta, del café de cuando miro al techo imaginando… La lenteja sube por mi brazo y desaparece bajo mi manga, pero yo no me doy cuenta.
[Hay coños que pueden volverte loco. Hay coños y coños. Hay coños y lo sabes]. Ésta la entiendo, y, aunque es verdad también en mi país, no suena tan bien, y además, de qué sirve pensar en lo que has vivido atrás. Hoy no me ha tocado una buena mesa. La jornada de trabajo se me hará más larga, el picor de los ojos, el mal gusto en los pulmones, la espalda doblada sin palabras bonitas.
El menú siempre es el mismo. A cada mesa le toca un plato. Nunca un plato fuera de lugar. ¡Ojalá comiera lentejas todos los días! [Estos zapatos en los que habito que me transitan por la vida]. Esta frase no estaba ayer. El que la ha escrito sigue aquí. Será el mismo. Tiene que serlo. Si descubro quién es podría enseñarme a pensar en voz alta.
[Un policía es un perro que muerde cuando un perro mayor ladra]. Todo el mundo sabe de quién es esta frase. Los compañeros antisistema la dicen a todas horas. Yo no sé muy bien lo que es un antisistema, pero sí lo que es un policía. He hablado con ellos muchas veces, demasiadas. No son gente de frases bonitas y siempre están enfadados. Yo creo que es porque no les gusta el trabajo que hacen, como me pasa a mí, pero como tienen familias, pues… a la mina. Al principio éstos eran los únicos compañeros que me hablaban, los del Cabaret Antiglobalización, porque era su deber conseguir mi integración, me decían. Sólo dejaban de hablarme cuando saboteaban las herramientas, y entonces se llevaban el índice a los labios susurrándome: “Shhhh, hasta que el río baje calmado”. Ahora hablo con mucha gente, que comen como yo, que ríen como yo y que lloran como yo. Únicamente lloro cuando estoy a solas porque me lo reservo para mí, para acordarme de quién soy y de por qué estoy aquí. A veces lo olvido y me quedo parado de pie con el taladro en la mano, mientras alguien grita: “¿Qué le pasa al africano?”. Y alguien le grita más fuerte: “Lo mismo que a tu abuelo cuando vino aquí”. Los compañeros siempre hablan entre ellos a gritos, como los taladros neumáticos, pero nadie se enfada aunque lo parezca. Uno le dice a otro: “¿Por qué la dejaste?”. “Porque no me gustaba lo suficiente”. Y vuelve: “¿Y por qué te casaste?”. “Porque me gustaba lo suficiente”. Me pareció que quizás podría ser quien escribió en “mi mesa”.
El mejor momento del día es cuando acaba el trabajo, no porque no pudiera seguir (que no podría), sino porque el hollín nos hace a todos un poquito más iguales, y entonces me parece estar yendo de vuelta a casa desde el colegio, imaginando qué habrá hecho mamá para cenar y sonriendo porque ella por fin me ha pedido los apuntes. Aquí la gente no sonríe mucho. Yo creo que es porque no tienen tiempo, ¡o quizás se les ha olvidado! En la habitación somos 5 hombres repartidos en casillas de 10 metros cuadrados, esto es, un catre con muelles inquisitoriales, una maleta cerrada o un armario abierto, como se prefiera imaginar, y un breve espacio en el que hacer flexiones y reflexiones, no por sadomasoquismo, sino por frío. El invierno muerde si te quedas viendo a las plantas crecer, he decidido decir algún día. Mis compañeros de hogar son todos mineros menos uno, pescador. Huele un poco raro, pero nadie le dice nunca nada. Todos tenemos olores de los que preferimos no hablar.
Al alba es cuando peor lo paso. Sólo hay una ducha por rellano y 6 habitaciones en lista de espera. Eso son muchos mineros y algunos menos pescadores, y llegar tarde a la mina no es una opción, de modo que muchas veces no nos aseamos y entramos más embrutecidos que cuando salimos. Sí, ya lo sé, os preguntaréis por qué no nos duchamos cuando llegamos por la noche, a ver si me acuerdo de todas las razones prioritarias (estoy muy orgulloso de esta palabra que intento decir todo lo que puedo desde que la oí en una parada de autobús) que convierten a la pregunta en absurda: el cansancio, el hambre y el frío, sobre todo el frío porque la empresa paga los gastos de la pensión, pero el agua caliente sólo la paga cuando despunta el sol y el gallo nos avisa. A veces pienso que el gallo trabaja para la empresa… y el sol… y la manta de la que no quiero salir (si me quedo muy quieto, quizás no me verán y podré quedarme en el catre para siempre, haciendo de faquir…). Pienso que… ¿desde cuándo tengo este bulto en el brazo? Lo rozo aterciopelado, caliente, hinchado… y lo reconozco: ¡es la lenteja, que me está comiendo!
Acuarela: Miguel Sánchez (2007)
[El autorreconocimiento ontológico te arroja hacia tu reflejo metafísico: decide qué hacer con tu espejo]. Hoy no presta mucha atención a la lectura. Se limitaba a mirar a todo el mundo que está en el comedor, delatado por su intranquilidad, si es que a alguien le importara los motivos de una inapetencia lectiva y gastronómica. Eran tales sus inquietudes y quietudes en ese momento que el narrador se ha visto obligado a salir en su ayuda para hacer que el relato avance. Cuando se recomponga, dejará que nuestro amigo vuelva a coger el timón de su vida y nos susurre al oído todo cuanto quiera contarnos en secreto de confusión. Dicho esto y no otra cosa, se sube un tramo la manga del jersey para corroborar lo que está aconteciendo.
Me estaba comiendo, sí, pero es que estaba tan delgada y me miraba con esa cara de pena que no podía hacer otra cosa. Yo ya le decía que no podía ser, que sí, es verdad que tengo varios litros de sangre, pero me hacen falta para vivir en general. El caso es que no sé cómo, pero al final me convenció y le dí de comer a Martina. ¡¡No puedes dejar que te coma alguien que no tiene nombre!!
Los sábados por la noche los hombres se comportaban como hombres. Bebían demasiado, perdían dinero a las cartas, a los dados, al billar o a la Lola. Los que tenían familias esperando en casa eran, por lo general, los que más se quejaban de la empresa y de lo poco y tarde que les pagaban. Un siglo y pico después y me parecía estar viendo otro de esos westerns buscadores de oro. La Lola era mucha Lola. Yo al principio no quería, pero me convenció… y es que tenía una puntería… “Mire, señorita, es que hace mucho tiempo que no pago por sexo porque descubrí que no me era útil, tardé unas treinta veces en confirmarlo, lo reconozco, pero es que no me lo creo y entonces… ¡pues no puede ser!”. Y así una y otra vez, hasta que una noche me dijo: “Mira, pimpollo, ponte como quieras pero yo a ti te follo, ¡vaya si te follo! ¡Habrase visto un tío que me rechace!”.
[Se me caen los bostezos bajo el peso de lo diario]. Habían pasado dos años y todavía no sabía pensar en voz alta. Montones de frases se apelotonaban en la mesa, luchando por no desaparecer bajo otra. Quien las había puesto ahí seguía siendo un misterio. Y un día se me ocurrió: si yo no podía encontrarle, que me busque él; pero qué podía escribir yo. “Oye, ¿es verdad lo que dicen de vosotros?”. “¿De nosotros, qué dicen?”. “Pues ya sabes…” Y ante mi cara de… “Joder, que una va a tener que hacerlo todo… pues que si tienes una polla enorme”. En aquel momento me subió la sangre tan rápido a las mejillas que Martina se quedó sin comida por unos segundos que me parecieron 832 días, 13 horas y 20 minutos exactos. La Lola adelantó un paso, me bajó la cremallera, metió la mano y me ordenó: “¡Yo te chupo la polla como me llamo Lola! A ésta no me la pierdo”. Y entonces dijo: “Te voy a hacer algo que no le he hecho a nadie. Te lo voy a hacer gratis”. Y se fue.
Martina empezaba a ser un problema. Ya tenía un tamaño considerable, por lo que sus necesidades alimentarias crecían en proporción. La yugular y la femoral se convirtieron en sus hábitats regulares, con un caudal de riego sanguíneo apropiado. De día, la femoral; de noche, la yugular. Sólo con la luz apagada sacaba la cabeza a respirar fuera de la ropa. Lejos quedaban los días en que se regalaba una delicatessen y me mordía los lagrimales, ingiriendo también así las tristezas pesadas como yunques, y de repente tenía que esconderse rauda dentro del párpado porque se acercaba alguien sin invitación. Aun así, más de una vez sus incursiones a la atmósfera han estado a punto de obligarme a dar explicaciones ridículas y poco creíbles.
Es difícil tener intimidad en una habitación compartida con otros compañeros. Cada estancia cuenta con un biombo que se despliega cada vez que alguien tenía el dinero o la suerte de llevar compañía femenina al cuartucho. Cada uno disponía del biombo una vez por semana, con derecho a cambio en el calendario si ambas partes llegaban a algún tipo de acuerdo, por lo general económico. Mi primera vez con la Lola tuvieron la decencia de obsequiarnos sólo con una sinfonía de ronquidos, y no con gemidos furtivos gorroneados al dinero de otro, cosa normal ya que no hicimos nada, sólo hablar y abrazarnos para quitarnos un poco de la suciedad acumulada a lo largo del día. Recuerdo que pensé que las putas, a diferencia de nosotros, llevan el hollín por dentro y les come también los pulmones, pero, sobre todo, el corazón. Recuerdo que volví a pensar, y fue algo así: a ella también le hacía falta el sexo sin dinero, tanto o más que a mí. La Lola durmió abrazada a mi lado derecho, y Martina, comprensiva y nada celosa, bajo mi sobaco izquierdo.
[Cuidado con el condicional, que condiciona. Es un tiempo verbal peligroso]. No sé si lo había usado alguna vez, lo que sí sabía es que procuraba no usar el infinitivo demasiadas veces. “Eso delata a un inmigrante, y uno cae mejor si aparenta hacer un esfuerzo por hablar bien”. Recuerdo muchísimo las palabras de mi madre cuando me despedí y la dejé en compañía de su soledad. Hace falta dinero para malvivir… los dos lo sabíamos. Y lo primero que compré con mi primer sueldo fue una gramática española de segunda mano y algunas páginas arrancadas. Ahora creo que podríamos haber malvivido igualmente mal allí que aquí. Ahora me atormenta el tiempo no pasado con ella, la ausencia de una despedida antes de que se abandonara a la pena de no haber podido regalar a su hijo una vida mejor. Por mucho que condicione el condicional, más condiciona la vida, la de ahí afuera.
Yo no suelo ir a la cantina los sábados por la noche. Es muy fácil dejarse convencer por el alcohol, y entonces te vas a la cama tan pobre como te levantaste. La única posibilidad de cambiar tus cadenas por otras que aprieten menos es comportarse como el tacaño más desagradable del mundo, y así quizás algún día ese dinero sirva de algo. Me he quedado en la cama, pensativo, mientras todos mis compañeros se creen capaces de desafiar al azar, o incapaces de desafiar al alcohol, o quién sabe si ambas cosas, cuando unos nudillos golpean tímidos la puerta. La Lola, sin tiempo a levantarme, se cuela felina en el cuarto, atranca la puerta con el biombo y declara: “Esta noche no duerme ni dios entre estas cuatro paredes”. Y, dada mi natural timidez y mi enorme respeto por esa mujer, solamente diré dos cosas: la primera, su tremenda exclamación, y no al comprobar el tamaño de mi aparato, sino el de Martina, que, torpe como es, se quedó enganchada en mi femoral sin capacidad de reacción; después de lo que se oyó un “¡¡¡PERO QUÉ HOSTIAS TIENES AHÍ!!!”. Tras explicárselo varias veces, deposité a Martina en un calcetín dentro de mi maleta, y pude comprobar lo buena profesional que es, sobre todo cuando deja de serlo (aunque la pobre no podía evitar vigilar discretamente las afueras de la cama).
[Quizás claro que no, o lo que no es lo mismo ahora no que sí]. Desde que la Lola ha entrado en mi vida presto menos atención a las muescas rayadas en la mesa de madera, a las que me aferraba para encontrar motivos de interés, y más a sus contornos cómplices de mi felicidad. A veces algún compañero me preguntaba, adornando con maldades, cómo llevaba “que otros tíos se la follaran”, y yo hacía un esfuerzo titánico para seguir siendo un ser humano. Nunca hablamos de ese tema, de algo que nos hubiera llevado a un callejón sin salida y hubiera significado el fin. Encontrábamos las mutuas respuestas en nuestras miradas, sabedores de que la gravedad te atrae hacia la realidad con zapatos de cemento.
Hoy ha ocurrido algo espantoso. Tres compañeros han quedado atrapados en una galería, y les hemos fallado. Son cosas que pasan, todo el mundo lo sabe, pero ésa es otra cosa de la que no se habla. No traería nada bueno. Se asume a diario, cada vez que se baja al pozo, una de esas cosas que crees que sólo les pasa a los demás. Muy pocos se permiten el lujo de dejar caer varias lágrimas que se secan en el hollín de la cara, se regalan unos minutos de pensamientos ahogados entre la lástima, el agradecimiento y la vergüenza por el agradecimiento y vuelven a doblegar la espalda, mientras los sindicatos hablan de manifestaciones, huelgas y el cambio del curso de la Historia.
Hace varias semanas que no veo a la Lola. Un jefe de sección se ha encaprichado de ella, y debe tener el suficiente dinero como para ello. El vagabundo sale del lavabo corriendo porque no ha consumido, y con los nervios mete el pie en un paragüero, dándose de bruces contra el suelo. Los camareros no quieren que entre cuando estamos los trabajadores porque da mala imagen, no por la suciedad de la ropa o el hedor de la piel, sino por la comida del día anterior con la que le obsequian y que tendrían que repartir con más de un trabajador y no con el cubo de la basura. En las jornadas afortunadas hasta los periódicos del día anterior le acompañan. Muy útiles para combatir el frío. Lo cierto es que hasta el día del incidente no le había prestado atención, y fue al recogerle del suelo cuando me dijo, con la risa maliciosa de un niño pequeño: “A mí no me viene de un día lo que haga la bolsa de Nueva York. Ah, por cierto, ¿te gusta lo que escribo?”, y se esfumó dando saltitos como si el suelo quemara. Nunca supe nada más de él, aunque seguía su trabajo, o el de quien fuera, de cerca. Un compañero se queja de los abusos de la patronal: “¡Ya está bien, 20 días sin soltar a la Lola!”. Y como sucede en estas ocasiones, aparece chisposo en la cantina el jefecillo, sobrevolando las existencias de sus trabajadores con la falsa camaradería de quien te sonríe para que le agradezcas que te putee la vida. Dos pasos después entra la Lola, rehuyendo la mirada, dolorida y avergonzada por el precio pagado por tirar para adelante. Cuando le veo la cara destrozada se me va el mundo de vista y me levanto como una fuerza descontrolada. A punto de hacer algo de lo que me arrepentiría toda la vida, un compañero me coge del brazo y me advierte: “¡¿Qué haces insensato?! Éste es de los que decide, y ella también pertenece a la empresa”. El odio me embrutece los sentidos y encajo la mandíbula con tal presión que reviento a Martina. Su sangre, mi sangre, riega todo mi paladar, la lengua, las encías, el estómago… todo mi organismo castigado por partida doble. Me llamo Demba, y hoy he vuelto a perder a toda mi familia. Ya tengo algo sobre lo que escribir en la mesa.
Fotografía: Melanie Alés (2008)
** Fotografía portada: Melanie Alés (2008)