El traje nuevo del emperador

El traje nuevo del emperador, un cuento revisitado

 

Conocedor de que mi presencia ha podido obligar, señores me atrevo a aventurar que de alta cuna si entre sus manos me encuentro, a que dejen a un lado responsables menesteres para atender este mi negro sobre blanco… y sabedor, no se me enfaden, de que, al menos en ocasiones como la que aquí se presenta, el bosque no les deja ver los árboles, es hoy mi cometido hacerles bajar de las nubes e iluminarles sin la menor dilación con una de las historias más distinguidas, poderosas y poco fundadas de la Historia de la España resplandeciente cual moneda de oro al Sol. Esa España en la que un noble era un guerrero, y un rey era un santo. Esa en la que nuestro flamante Carlos I fue nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, oportunidad que por cierto le hizo escalar (o descender, según se mire) de golpe cuatro posiciones en su propio apelativo. Esa de hace ahora exactamente cinco lustros, es decir, cinco veces cinco años, multiplicados a su vez por cinco veces cinco y a los que habría que sumar, para no irnos tampoco demasiado atrás, veinticinco veces cinco. Si todo ha ido bien, estamos todos ya en el mil quinientos y algo. Y poco.

 

Como saben, fue nuestro rey un humilde siervo de Dios, justo y respetado por todos, y además bien agraciado, con atributos que pocos de su estirpe podrían disfrutar después sin llevarse alguna que otra personal desilusión al verse reflejados cada mañana en el espejo (y es esta una verdad como un puño bien encajado entre ceja y ceja). Y de reflejos y espejos, de espejismos, aunque no lo parezca, va a ir todo esto.

 

Porque si hoy se han citado aquí, en esta precisa página, en este preciso párrafo, es, precisamente claro, para deslumbrarse con el porqué de la bondad de nuestro gran rey. A no ser, por supuesto, que hayan pasado ya estas páginas en alguna otra ocasión, o hayan corrido al final saltándose ustedes mi elaborada introducción, en cuyo caso, es de bieneducados respetar y agradecer que hayan vuelto a este momento de clave revelación. Vamos ya a desenterrar la punta de lanza:

 

En un día de verano furioso, a la hora en la que los hombres de jornal esperan ya a que el gallo tome su relevo y les permita hincar el diente en el primer bocadillo de chorizo del día (acompañado, cómo no, por el rojo de una buena bota), el mensajero pidió despertar al Amo, tal y como éste le había instado si llegaba de Oriente la buena nueva. Y no, por la época, claramente no se trató de la anunciación del nacimiento de Jesucristo nuestro Señor. Más bien de que, en dos semanas, las manos más alabadas por lo grácil de sus movimientos al coger aguja e hilo, a la vez que con más callos del mundo conocido, iban a llegar a la capital.

 

—Mi Señor…

—Soñé sobre la siembra que subíamos sinuosas playas de seda oro…

—¿Señor?

—… y que usted me susurraba sin cesar que habíamos alcanzado el éxtasis.

 

Sí, esas fueron sus primeras declaraciones, ahora no del todo pertinentes para el cometido que nos ocupa, aunque había que reconocer a Su Majestad el talento embriagador que era capaz de invocar a primera hora de la mañana. En cualquier caso, una vez puesto en situación, Carlos I, o V ya a estas alturas de su vida, se alegró tanto de la noticia que incluso se dignó a ofrecer su mano al criado (sin mirar al indigno) para compartir el salado del sello de su dedo índice. Lo importante era ya urgente: hacer llegar a los sastres de renombre la petición de un traje que dejase sin habla, ya no a su hermana Leonor de Austria Reina de Portugal, sino a toda su corte y lacayos. Así de presumido era por aquél entonces. Y así lo fue hasta el final de su vida.

 

El mensaje llegó a destino, y en los pocos días que hacen que la luna pase del negro vacío al intenso relleno (sí, tardaron más de dos semanas, tal era la cantidad de encargos a los que se encaraban los profesionales del arte de la costura), los dos hombres fueron recibidos con honores en palacio.

 

—Es este un tejido especial, Mi Señor. De un sólido transparente capaz de encandilar a todo un pueblo. Y sí, tal y como ya le han adelantado sus sirvientes (y de nuevo gracias por haberles pedido conocernos previamente en París, fue todo un honor meritorio del más absoluto respeto saber que su Majestad prefería mostrar a los ojos de sus confidentes, antes que a los suyos propios, por primera vez la alabada prenda): es tan cierto como que mañana es mañana, y tarde ayer, que el tejido sólo pueden verlo aquellos que son digos, esto es, de buena estirpe, con dotes de mando, y además, y no menos importante en los tiempos que corren, hijos de sus padres. ¿Qué le parece, Majestad?

 

Pues a nuestra Majestad le pareció… que era incapaz de verla. Pero dejando a un lado la duda sobre la veraz información recibida por parte de los que él mismo envió, y la posiblemente acertada sospecha de su verdadera ascendencia, optó por alabar, como nunca antes lo había hecho nadie, la tela y el modelo escogido para el gran evento: la quema de dos brujas en la Plaza Mayor, ante dos arzobispos llegados expresamente de Roma. Porque no, aunque muchos lo esperaban, Carlos I no iba a ser el monarca que terminase con un festejo tan exquisito. Y tampoco era tonto: las brujas existían, y el tejido… el reflejo del mármol de la mesa había eclipsado el mate de la tela. Y el grueso de su porte. Sólo era eso. Con total seguridad.

 

Así que llegó el día: cientos de personas, mujeres, hombres y niños, se hacinaban alrededor de la estudiada hoguera. Y fue un niño el que, con su inocente picardía, señaló a nuestro rey con una mano y se llevó la otra a su abierta boca, chillando a pleno pulmón: “¡va desnudo! ¡desnudo!”

 

Y así era, sí.

 

Los ojos fuera de las órbitas de los clérigos fue la imagen que quedó clavada en la memoria del Emperador durante los cinco segundos de silencio ensordecedor que pronto fueron arrasados por un rugido en forma de carcajada inmensa (que incluía la de los sastres), generado desde más de diez metros a la redonda hasta llegar al centro en el que se situaba el homenajeado por tal hazaña. El sonido, frío, malévolo, y absolutamente revelador, fue todo lo que necesitó nuestro Carlos para empequeñecerse como nunca ante sus súbditos…

 

No pensó tanto en su propia necedad como en cómo resarcirse de ella. Y fue de tal manera, como aquí se lo narro, como el Emperador más grande de nuestro otrora inmenso Imperio dejó de confiar en sus asesores, analizó una a una las peticiones y condiciones de la Corte, y recapacitó todas sus decisiones, haciéndose un nombre entre los gobernantes del momento, y de la Historia. Así nació, verdaderamente, el Carlos que mantuvo unido a medio Mundo.

 

Carlos el humano. Carlos el cercano. Carlos, el Emperador.

 

Julio de 2019, Arantxa Acosta

 

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Imagen de portada: El Emperador Carlos V, óleo sobre lienzo, 183 x 110 cm, 1605, de Juan Pantoja de la Cruz (Museo del Prado).

 

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Apasionada del cine y en especial del subgénero de viajes en el tiempo, estudia un Máster en crítica cinematográfica (2008-2009) y se convierte en redactora en El Espectador Imaginario hasta 2011, año en el que cofunda Cine Divergente. Redactora en Miradas de cine desde 2013 y cocoordinadora de su sección de Actualidad desde 2016, además de ser miembro de la ACCEC (Asociación Catalana de la Crítica y Escritura Cinematográfica) desde 2014 (y de su Junta de 2015 a 2019), en los últimos años ha publicado críticas y ensayos cinematográficos, cubierto festivales, participado en programas radiofónicos especializados y colaborado en los libros 'Steampunk Cinema' (Ed. Tyrannosaurus Books, 2013), 'Miradas: 2002-2019' (Ed. Macnulti, 2019), 'El amor en 100 películas' (Ed. Arkadin, pdte. publicación) y 'David Fincher: autoría líquida' (Ed. MacNulti, pdte. publicación). Ahora, y tras cursar un Máster en Gestión Cultural (2016-2018, UOC)- y un Máster en Filosofía (2020-2022) para obtener una visión completamente holística y complementaria también a sus estudios de Ingeniería, amplía sus textos críticos más allá del cine, entrando también en la ficción, y quiere demostrar que "la" realidad no existe y es producto de nuestra imaginación.

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