Un día especial

Un día especial

Un relato sobre el futuro

 

 

Allí estaban de nuevo, su abuelo y él, sentados uno frente al otro en una de esas preciadas mesas de roble blanco que ahora eran todo un lujo. Madera… no extrañaba el candado virtual que las mantenía fijas al suelo de hormigón.

 

—¿Va bien aquí, hijo? —El anciano rompió el silencio.

—Está bien, sí —respondió él, con desgana.

—¿Seguro? Si no te convence….

—No entiendo. Si siempre acabamos en la misma cafetería.

—Bah… ¡Venga, venga! Cambia esa expresión de tu cara. ¡Hoy es un día especial!

—¿Especial? No sé si es el mejor calificativo.

—Bueno… veremos.

 

La última “sentencia” del ancestro vino acompañada por una sonrisa poco definida, relegada casi exclusivamente a la comisura de los labios. Fue demasiado breve como para que él se aventurase a determinar si el gesto denotaba felicidad, melancolía o incluso amargura pero, en cualquier caso, pensó que ni tan siquiera podía asegurar que se la hubiese dirigido a él de forma consciente (menos cuando, en un acto quizá incluso automático, su interlocutor había escondido rápidamente la mirada para evitar el escaneo). Así que quedó algo confundido, cierto. Pero pronto descartó explorar esa sensación: ¿qué le iba a aportar?

 

Esta vez habían escogido sentarse junto al gran mirador de vidrio, otra ostentación perteneciente a tiempos remotos que permitía disfrutar, no a bajo coste, de los ya comunes edificios blancos y rectangulares con pantallas en lugar de ventanas, esas que absorbían el exceso de luz si no estaba bien controlada desde la Central, y que se encargaban también de regular la climatización en cada distrito. Aquellas grandes televisiones seguían obsesionándole tras tantos años en funcionamiento, al igual que el sostenido triunfo de los japoneses a la hora de imponerse como pioneros tecnológicos. Y es que con las Seiya 133 los ingenieros habían conseguido disminuir los retro-decibelios hasta niveles de silencio armónico, utilizar la aerotermia para mantener la ciudad a 22 grados sostenidos fuese cual fuese la “estación” del año (aunque ese término hacía ya varias décadas que había perdido el sentido debido a las cúpulas de protección atmosférica) y aplicar la última tecnología microLED XF para optimizar unas proyecciones que podían saltar del anuncio de la bebida energética de moda al del atractivo viaje de dos horas a Marte, pasando por mostrar los combates de boxeo (único deporte cuerpo a cuerpo aún permitido dados los beneficios de generar y liberar adrenalina para aumentar la felicidad competitiva – y por ende, la productividad) o, como opción consciente del inquilino, a “espiar” lo que ocurría dentro de un habitáculo concreto. Fuese lo que fuese.

 

El XXII era un siglo egocentrista y exhibicionista… pero era su siglo. Y él era feliz.

 

Quizá por eso odiaba cada vez más estos encuentros. Ya no por el cartel “reclamo” de la entrada (‘Relájate como antes: bebiendo un café y hablando, ¡de tú a tú!’), o por los otrora famosos mensajes color pastel pegados en las paredes que rezaban libertades tan alejadas ahora de la normativa de comunicación e interacción social (‘Nunca se ríe o se baila lo suficiente’). No, los odiaba porque le “obligaban” a vestirse con aquellos trajes de pana con los que tanto le gustaba disfrazarse al anciano, y que aún cafeterías como esta, tan olvidadas ya por las reales nuevas generaciones, seguían ofreciendo como divertimento a los más nostálgicos. Eso sí, al menos así la humedad del lugar no estropeaba su nuevo Gucci, ese cuello de anchura y ángulos perfectos de exclusivo coral fermentado que complementaba el uniforme reglamentario asignado desde la Multinacional, sin duda haciéndole destacar por encima de sus compañeros. De alguna forma tenía que demostrar los lucrativos resultados que su elevado coeficiente intelectual le confería. Coeficiente que, quién iba a decirle, heredaría de su madre.

 

Su madre, una simple humana.

Su madre… que había decidido suicidarse. Tras tan sólo ciento setenta y seis años.

 

Ese era el motivo de la reunión “especial”: recordarla. Acababan de salir del crematorio, el último de la zona Europa que quedaba en pie destinado a convertir en polvo a los pocos humanos que, por decisión propia o por problemas genéticos, no llevaban incorporado ningún circuito mejorador. Su madre había sido humana cien por cien, sí. Él ya había nacido con el bio-implante telefónico en su mano derecha, y el receptor de datos en el lóbulo frontal. Por eso fue inscrito como cyborg avanzado aunque, en su momento, hacía ochenta y seis años, su catalogación fue motivo de discusión: pertenecía a esa primera generación, fruto de las relaciones entre humanos y androides orgánicos, cuyos miembros aún debían escoger entre ser considerados robots, o personas. Algo ahora solucionado y superado con creces, pero que antes limitaba ciertos derechos al no estar aún establecida la nueva “especie común”, registrada oficialmente desde la generación “on-on” (los nacidos, según científicos expertos, entre 2153 y 2164). Y aunque presumía de su condición de cyborg, siempre había admirado al androide orgánico en el que se había convertido su abuelo tras años de lucha (y también, por qué no decirlo, casualidades). Se enorgullecía al mirarle directamente a esos ojos que imitaban perfectamente a los de cualquier humano. O cyborg. O androide orgánico. O “on-on”. Imposible distinguir ya la autenticidad de cualquier interlocutor.

 

—Sé lo que piensas —prosiguió el anciano, rompiendo el largo silencio —. Que no lo pensó bien, que podría haber alargado su vida, incluso sin implantes. Pero tu madre…. Tu madre siempre fue especial.

—Comenzando porque fue la primera humana nacida de un robot —replicó él, sin disimular cierta vanidad.

—¡Sí! —exclamó el abuelo, levantándose de un salto, con la taza de café en la mano y a punto de quedarse sin él, y gritando tan alegremente que hizo girarse al resto de los clientes —. Pero no, no por eso. —volvió a sentarse, un poco avergonzado por su reacción—. Lo era porque nunca se sintió inferior, aunque muchos la desplazaban. Lo era porque te quería, tanto que sabía que incluso su propia muerte iba a poder beneficiarte en pro de tu ascenso social. No reacciones así, no pongas esa cara: no se suicidó por ti. Se suicidó porque ya había llegado a ver lo que quería: el reconocimiento del homo tekhnerobota, superior al sapiens, su antecesor directo. Si nos centramos exclusivamente en el origen humano, claro. Qué te voy a contar…

—Tienes razón, abuelo. Era humana, era impredecible…. Aunque tanto como tú, que decidiste envejecer. ¡Envejecer! ¿Por qué?

—Hijo, ya lo hemos habl —. Pero no le dejó continuar.

 

Sin dejar de mirarle directamente a los ojos, y a modo de desaprobación, alzó la mano derecha y la mantuvo unos segundos entre los dos rostros, a la vez que apretaba sus dientes para controlar el torrente que acaloraba sus mejillas. ¿Había comenzado a temblar? No entendía esa reacción de su cuerpo. Era la reacción física… ¿a la “ira”? Una emoción considerada ya en extinción (gracias tanto a la evolución co-genética como a los programas de educación PEE: pensamiento-emoción-erradicación) estaba tomando el control de su sistema racional. Un pensamiento cruzó su mente: si estuviesen justo en ese momento monitorizando sus constantes vitales, Multinacional o Gobierno, saltaría la alarma y le llevarían a la Sala de Estabilización más próxima, manchando su excelente expediente. No podía permitírselo. Y, sin embargo… no pudo dejarlo ahí.

 

Consciente de que toda la verborrea que se acumulaba ya imparable en su boca era conocida por ambos a la perfección, no evitó dejar clara su postura con el innecesario discurso:

 

—¿Cómo eres capaz de iniciar una réplica? Envejecer… ¡con todo lo que nos ofrece este mundo! Míranos: estamos viviendo en una época privilegiada que nos ofrece diversión y conocimiento sin fin, disfrutando de plena salud. Hace ciento cincuenta años, sin lugar a dudas, el viejo con arrugas era el humano, el pobre condenado a una muerte temprana. Ahora, resulta que el humano soy yo, y aparento la veintena, con músculos y neuronas circuitadas al cien por cien de su funcionamiento. Y tú… un robot que comenzó siendo un simple cable común de una aspiradora inteligente; que acabó  reciclado para CloudNet, la primera máquina que evolucionó emocionalmente y pudo progresar hasta androide humanoide de primera categoría al clonar parte de la mente de la gran computadora, y que además entró en el experimento piloto de incorporación de células orgánicas para crear una súper-máquina que ha acabado generando a los “on-on”…. Tú, ¡privilegiado! Tú… tú pediste, específicamente, la degeneración celular. Tú pediste morir. Tú, ¡que no eras humano! No lo compartí en su momento… y no lo comparto en absoluto ahora. ¡En absoluto!

 

El sensor intraoído comenzó a vibrar, avisándole de que había subido el tono lo suficiente como para que los clientes del café le dedicasen descaradas miradas de desaprobación. Algo no iba bien: por primera vez en toda su vida… estaba “furioso”. Esa era la interpretación, “furia”, que le indicaba el mensaje parpadeante (mudo, “gracias a Dios”, como hubiese dicho la ilusa de su madre) del led rojo de la muñeca izquierda.

 

Curiosamente, el descubrimiento de la señal luminosa le trasladó al “pánico”, otra emoción que también desconocía. Bajó rápidamente la manga hasta cubrirse los nudillos para evitar que otros se fijasen en la luz intensa (y alguno acabase precipitando un “reporte de situación”), y activó el sistema estándar de defensa que metódicamente repetían antes de acostarse los humanos y cyborgs más mayores/antiguos que, por incompatibilidad de materiales no orgánicos, no podían mejorarse con la inyectadora de Vitamina C directa a la hipófisis para contrarrestar los altos niveles de cortisol generado ante circunstancias de estrés: proyectar en formato cuerpo flotante tras los ojos una imagen de paz y sosiego, y mantenerla hasta disminuir la presión arterial. Su imagen-confort era un paisaje idealizado, un glacial extinguido que había visto de pequeño en una antigua enciclopedia en papel en el Museo de los Libros de Contenido Extinguido (dedicado a conservar, sólo para curiosos -y quedaban ya muy pocos-, volúmenes que ya no se digitalizaban porque su información, en esta nueva sociedad, no era en absoluto relevante. En verdad el Museo era, básicamente, un Banco de celulosa, material raro mucho más caro que cualquier metal noble. Pero el Gobierno aún no subestimaba, con razón, el concepto “melancolía”).

 

Tanto entreno sistemático dio sus frutos, y consiguió tranquilizarse. Aunque seguramente el pequeño triunfo fue debido más bien a que su abuelo, que esperaba paciente, seguía mirándole con ternura sin intentar calmarle…

 

Extrañamente, el antiguo robot comprendía, mejor que él mismo, por lo que estaba pasando.

 

—Hijo, déjame explicarte… —Le puso su cálida mano sobre la rodilla, por debajo de la mesa, intentando conseguir contacto físico sin llamar la atención—. Yo quería convertirme en uno de ellos. Tras tantos años de convivencia… quería sentir igual que un humano. Quería conocer las emociones origen, las puras, que sólo pueden existir cuando se está atrapado en el destino “muerte”. Y aún quiero. Hijo… no desvíes ahora tú la mirada. Es importante lo que tengo que decirte, y quiero que me comprendas. Por favor.

 

En este preciso instante, recordó la sonrisa del abuelo con la que comenzó la conversación. Su necesidad de hablar de un día “especial”. Y la presión del pecho que había sentido en cuanto el adjetivo había resonado en sus oídos, y a la que no había prestado atención previamente (“intuición”… el desuso de la habilidad, había incluso hecho desaparecer la palabra del diccionario decenas de años atrás). “Especial” había dejado se relacionarse con su madre, o su recuerdo. “Especial” estaba virando hacía un significado mucho más profundo que aún no era capaz de identificar.

 

—Hijo… me queda poco. Y estoy pletórico. No te engaño. Siento que ya he ofrecido lo que podía a este mundo. No quiero seguir viendo como todo sigue avanzando tan rápidamente. En cierta forma, creo que no lo merezco. Tú no lo entiendes, y te comprendo. Tú serás, casi con toda seguridad, inmortal, si es lo que realmente deseas. Pero esa no es mi ilusión. Mi ilusión fue luchar por el reconocimiento de la convivencia humano-robot. Luchar por ti, por tu madre. Incluso por los “on-on”. Y lo he conseguido. Puedo morir en paz. ¡Puedo morir! Y es lo que quiero. De verdad.

—Abuelo…—. Pero calló. En verdad no podía decir ni hacer nada para hacerle recapacitar. En verdad… incluso tenía razón. Este ya no era su tiempo.

—Tú tienes que seguir con tu vida. Ochenta y seis años no son nada. Está en tu naturaleza conocer, ¡conquistar!, otros planetas, otros sistemas, otros universos. Eres un cyborg que tiene mucho que aprender, ¡por supuesto! Pero, escúchame bien: sobre todo, tienes mucho que enseñar al nuevo homo. Perteneces a un eslabón intermedio que hará Historia, que recordará a los futuros hijos híbridos, y a sus descendientes, que la combinación genética entre estas dos “especies” origen, más allá de los intentos de limitación por normativas o burocracia, siempre podrá ofrecerles el mayor de los tesoros: volver a sentir. ¡Sentir! ¿No consideras que es un regalo humano que no puede perderse? Hace un momento has sentido más que durante la última década. Dime… ¿no ha sido, en verdad, toda una experiencia?

—Ha sido… extraño. Incómodo. Casi incontrolable.

—¡Ajá! ¡Ahí radica su importancia! —La exaltación se hizo notar con una repentina y sonora palmada en la mesa, y aunque ellos ni se percataron, volvió a ponerles en peligro social—. Aich… a ver si puedo convencerte, que ya veo que frunces el ceño…. ¿Te acuerdas de aquella película que te descargué hace unos, no sé, cincuenta años? Sí hombre, ¡Metrópolis! La de la mujer-robot en la ciudad subterránea, rodada hace ya casi tres siglos… ¿Te acuerdas? ¿Sí? Bien…. Para mí, ya lo sabes, es más que visionaria, ¡sólo hay que mirar a nuestro alrededor! Pero más que por la existencia de la mujer-robot que pasa a androide, por la moraleja del film: “el mediador entre el cerebro y las manos tiene que ser el corazón”. Yo conseguí uno, hijo. Y tú ya lo tienes. Sí sí, sé que la frase hacía referencia a la necesidad de diálogo entre Multinacional y mano de obra, pero es perfectamente asimilable a la situación actual de la especie: el corazón, orgánico, no puede perderse. Sigue sin ser comprobado y muchos lo refutarán, pero el corazón es el que nos ayuda a relacionarnos, a perdonar. ¡A amar! Tu generación… ¡tiene el deber de recordar la necesidad de quererse, de preocuparse por los demás! Porque sois los que aun habiendo sido adoctrinados recordáis otra época más liberal. Y provenís del corazón puro, ¡del humano! Un “on-on”, o posteriores generaciones, híbridos legítimos pero instruidos bajo las Nuevas Leyes, acatarán los paradigmas sin cuestionárselos. Y te advierto de algo: la inmortalidad que tanto buscas… ¡ah! Ni salud ni tecnología podrán evitar el desastre si seguimos encajonando el futuro de la recién estrenada especie. ¿Qué cuál es ese desastre? La no-extinción física, ¡pero sí emocional! Esa es tu misión, hijo. Y esta es mi última voluntad: que continúes con el trabajo que yo comencé, pero con la perspectiva que sólo tu condición de cyborg avanzado puede conferirte versus a la nueva especie: tienes que convencerles y entrenarles a ¡no-controlar unas emociones que ni ellos pueden nombrar, porque no conocen ni los vocablos que las definen! Tienes que erigirte como defensor de la parte más humana de la co-creación artificial, llevando el mensaje, como mínimo, alrededor de la Tierra. Entre la deseada productividad y el duro trabajo debe establecerse una conexión, una razón de vida alejada de los beneficios personales. Y esa es el amor incondicional. Y ese, maldita sea… ¡eres tú! Porque ahora mismo en verdad has demostrado que tus intereses van más allá de tus beneficios. Te importaba alguien más que tú mismo. Yo, tu madre…. Está claro que tu porcentaje humano es mucho más alto que el de la especie actual, pero también representas la máquina con sentimientos. Tú unirás Gobiernos y pueblos, estoy convencido de ello. Lo acabas de manifestar sin saber que es el inicio de toda una “revolución”. Sí, ¡“re-vo-lu-ción”! Y no sabes lo feliz que me hace proyectar el porcentaje de veracidad de ese futuro, que calculo en un 97%. Tú serás capaz de defender el bien social versus el individualismo. Porque hijo, lo que os diferencia de otros animales, y de la inteligencia artificial más básica, es precisamente vuestra capacidad, ahora potencial subyacente, de rebelaros. No la escondas, no huyas de ella. Enfréntate con coraje y conócela. ¡Y sé el recuerdo viviente para todos ellos de lo que significa convertirse realmente en un ser superior!

 

Tras el tenso pero enérgico monólogo, el abuelo dejo caer todo su peso en el respaldo, con la satisfacción de haber conseguido el objetivo que se había propuesto desde hacía meses, o al menos de haber podido expresarlo sin tapujos y habiendo conseguido la máxima atención de su descendente. Por su parte, él simplemente desvió la mirada, de nuevo, hacia el exterior que ofrecía el ventanal. Ahora para evitar el escaneo de su abuelo. Ahora para evaluar, de una vez por todas, la presión en su pecho.

 

Ahora… porque le tocaba a él sonreír.

 

El antiguo robot, el “hombre”, desconociendo la idea que ya había implantado en su descendiente, suspiró profundamente para retomar fuerzas, y continuar con solemnidad:

 

—Hijo, sólo me queda pedirte un favor: despidámonos. Definitivamente. Dame un fuerte abrazo. Ve a cambiarte, y sal a la calle. No mires atrás. Hazlo ya, siempre, hacia adelante. Y disfruta de la eternidad que tanto deseas… recordando mis palabras: ese futuro es viable. No esperes a que suceda gracias al Dios de tu madre, y definitivamente no confíes en un Gobierno que, precisamente, buscará experimentar genéticamente para que predomine, siempre, el razonamiento artificial.

 

Sin mediar ni una palabra más, y de nuevo con su uniforme, salió del local caminando en sentido contrario al de su abuelo.

 

Se fijó en los “sujetos”, mayoritariamente ya híbridos, que avanzaban rápidamente por las calles, y en los uniformes de colores que les identificaban como trabajadores de una u otra Multinacional.

 

Uniformidad. Homogeneidad falsificada. Impuesta.

 

Muchos movían los labios y miraban al infinito, inexpresivos, mientras participaban indudablemente en interminables videoconferencias 4D. Se dio cuenta de que absolutamente nadie, nadie, conversaba con otra persona, físicamente, en toda la calle. Y resolvió que eso le irritaba.

 

Pero también que, hacía escasa media hora, ni se lo había planteado. Nunca.

 

Cientos de individuos corrían, solos, hacia sus destinos. Hacia su Destino. Hacia “el desastre”.

 

El XXII era un siglo egocentrista y exhibicionista… pero era su siglo. ¿Y él era feliz?

 

La duda tomó forma en algún recoveco de su mente ampliada con cinco millones de gigas adicionales… y una lágrima, que momentáneamente fue incapaz de identificar si era de pena, u orgulloso alivio, rodó por su mejilla.

 

Quizá, y sólo quizá, perder a su madre y a su abuelo ya no era tan importante.

Quizá, por fin, podía dedicarse a un objetivo personal, retador, y verdaderamente “altruista”.

 

“Altruista”.

 

Palabra que empleaba ahora también por primera vez. Palabra que tampoco ya estaba recogida en ningún diccionario.

 

Y pensó que quizá valía la pena recuperarla. Y explicar al Mundo su significado.

 

 

Junio de 2019, Arantxa Acosta

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Imagen de portada: fotogramas de El hombre bicentenario (Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999) y Metrópolis (Metrópolis, Fritz Lang, 1927), películas y argumento que han inspirado este relato.

 

 

TRAILER –  El hombre bicentenario (Bicentennial Man, Chris Columbus, 1999):

 

TRAILER – Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927):

 

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Apasionada del cine y en especial del subgénero de viajes en el tiempo, estudia un Máster en crítica cinematográfica (2008-2009) y se convierte en redactora en El Espectador Imaginario hasta 2011, año en el que cofunda Cine Divergente. Redactora en Miradas de cine desde 2013 y cocoordinadora de su sección de Actualidad desde 2016, además de ser miembro de la ACCEC (Asociación Catalana de la Crítica y Escritura Cinematográfica) desde 2014 (y de su Junta de 2015 a 2019), en los últimos años ha publicado críticas y ensayos cinematográficos, cubierto festivales, participado en programas radiofónicos especializados y colaborado en los libros 'Steampunk Cinema' (Ed. Tyrannosaurus Books, 2013), 'Miradas: 2002-2019' (Ed. Macnulti, 2019), 'El amor en 100 películas' (Ed. Arkadin, pdte. publicación) y 'David Fincher: autoría líquida' (Ed. MacNulti, pdte. publicación). Ahora, y tras cursar un Máster en Gestión Cultural (2016-2018, UOC)- y un Máster en Filosofía (2020-2022) para obtener una visión completamente holística y complementaria también a sus estudios de Ingeniería, amplía sus textos críticos más allá del cine, entrando también en la ficción, y quiere demostrar que "la" realidad no existe y es producto de nuestra imaginación.

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