Mi padre: recuerdos impostores
“No lo pienses”, dice mi hermana, aproximándose por detrás y rodeándome con sus brazos. Tengo treinta y ocho años y sigue tratándome como la pequeña cabra loca que se fue a la ciudad antes de la mayoría de edad.
Pero ella no sabe el porqué de mis lágrimas.
Hacía años que no entraba en mi casa natal del pueblo de Salamanca. Aquí estamos ahora las dos, con las persianas bajadas y a oscuras, tal y como pasamos toda nuestra infancia. “El sol es traicionero”, defendía mi padre desde su rincón favorito, apoltronado en un sillón que le iba pequeño y que no abandonaba si no era estrictamente necesario.
Mi padre.
Mi padre era ese señor gris que podía pasar desapercibido al entrar en la estancia. Taciturno, de palabras parcas y con la mirada perdida hacia un horizonte inexistente entre cuatro paredes, su presencia, por falta de interacción, acababa por fusionarse con el color de los muros. La casa era poco más que ese lugar necesario pero opresor durante las horas que el calor insoportable le obligaba a permanecer encerrado con su familia. Poco le hubiese importado que mi madre decidiese pintarla con tonos pastel, o llenarla de cuadros satánicos. Sinceramente, no creo que se diese cuenta de que ella, para complacerle, se esforzó en decorar con herramientas del campo, esas heredadas de antepasados desde hacía más de un siglo. A él todo eso le daba igual. Todos le dábamos igual.
Tengo muy pocos recuerdos de mi padre, y menos felices. Quizá por eso en este momento en el que estamos haciendo inventario y revisamos qué queremos quedarnos y qué vendemos o donamos a la beneficencia, la fotografía que acaba de caer de entre las páginas de ‘El Quijote’ me descoloca, me duele, y me transporta a una época que…
Su ritual matinal era siempre el mismo: se levantaba antes de la salida del sol. Se ponía los pantalones y se apretaba bien el cinturón. Salía al pozo, recogía algo de agua para asearse un poco, principalmente la calva y los sobacos, e iba directo al corral con su taza de hojalata en la mano, que poco después llenaba directamente con la leche de las ubres de una de sus cabras. La bebía de un solo trago allá mismo antes de volver dentro, donde acababa de vestirse con la camisa de la semana, respiraba profundamente, y ya encaraba sus pasos hacia el huerto.
El maldito huerto. Cómo llegué a odiarlo.
Supongo lo relacioné con su comportamiento. Porque allá se trasformaba, se convertía en otra persona. Durante el trayecto no levantaba la vista del camino polvoriento para evitar tener que saludar a algún vecino, aunque éstos ya sabían que hablarle era una pérdida de tiempo. Pero cuando llegaba a su particular santuario…
La mañana de la fotografía no fue distinta a ninguna de las demás para él, pero sí para mí. Aquel día decidí irme de casa, tras inmortalizar la felicidad de ese hombre tan desconocido, tan ajeno a nosotras.
Escuché el tintineo del cinturón, la salida hacia el pozo, hacia el establo. Me vestí rápidamente, sin preocuparme del conjunto: lo importante era coger la cámara de fotos que me había regalado mi padrino en Navidad, el que se fue a París a trabajar. Cómo me hubiera gustado entonces que me llevara con él… pero eso es otra historia.
Tras el golpe del segundo y definitivo portazo, dejé pasar unos minutos y le seguí por el camino. Las fachadas de piedra, o los limoneros de los laterales, se convertían en mis mejores aliados para conseguir mi inocente objetivo sin ser vista.
Agosto en Salamanca. La tierra del camino olía a humedad, pero bajo los pies se sentía seca, crepitaba a cada paso. Me obligaba a esperar entre pisadas, y me hacía saltar el corazón. Al llegar a la altura del huerto, su entrada a la izquierda estaba empedrada, pero en el lado derecho, antes incluso de verse las primeras tomateras, los hierbajos dorados y secos de un palmo de altura dominaban la explanada. Fue allí donde le sorprendí: había salido del sendero y se había acercado al asno catalán, ese típico de pelo y hocico blanco, que le esperaba paciente. Se colocó frente a él, alargó su mano izquierda para acariciar la gran oreja derecha del animal, bajó un poco la cabeza… y su cara se llenó con una amplia y burlona sonrisa, mientras estiraba el otro brazo hacia atrás, manteniéndolo a la altura de su cintura. Se estaba divirtiendo… y mi incredulidad dominó la estampa que tenía casi en frente. De hecho, estaba tan cerca que no podía creerme que él no se hubiese percatado ya de mi presencia. Pero no, claro… yo no existía, y menos ahí, en ese instante.
Se me antojó que el pequeño árbol deshojado que se levantaba justo tras el animal era mi propio reflejo: sin vida ni alicientes, pero en pie. Completamente ajeno a la placidez y despreocupación de un hombre que conectaba más con un burro que con su propia familia.
Mi intención con la escapada, mi inocente objetivo, era obtener un bonito regalo para el día de su cumpleaños… pero acabé retratando el humillante momento que, paradójicamente, fue el inicio de mi nueva y próspera vida.
El flash de la cámara le sacó de su intimidad. Levantó la vista. Borró la sonrisa de la cara. El brillo de sus ojos volvió a apagarse…. La reacción al verme fue desesperanzadora: yo era culpable de sacarle de su ensoñación.
Envié la fotografía ya desde Barcelona, en un sobre en el que no indiqué mi dirección. Dentro, una pequeña nota: “Para que al menos seas feliz también dentro de casa cuando contemples esta fotografía”.
No escribí nada más. Nunca más. Solo mantuve el contacto con mi hermana.
Y él… la había guardado todos estos años.
Mi hermana levantó su mirada por detrás de mis hombros. Apretó más sus brazos, y susurró lentamente, enterrando su cara en mi espalda y mojando poco a poco mi camisa: “Ah, esa fotografía. Diariamente desde que la recibimos, incluso poco antes de morir sentado en su viejo sofá, la sacaba con cuidado del volumen. Nos leía un pasaje del libro, distinto cada noche, y lo relacionaba con aquél instante en el que descubrió que su hija favorita había querido compartir su alegría, su libertad en el campo. Hablaba durante horas de ti, primero recordando cualquier pasaje de tu infancia: de cómo protestabas de pequeña por todo, de cómo le gustaba espiarte mientras escribías a solas encerrada en tu cuarto tus cuentos llenos de paisajes y personajes fantásticos, y de lo que disfrutaba leyéndolos después a escondidas sin que tú lo supieras. Magnificaba con orgullo tu imaginación desbordada, dando por sentado que la habías heredado de él. Y era cierto: papá, durante años, escondió en el establo cientos de dibujos al carbón. Le daba vergüenza que nadie los viera, decía que no era su intención hacerlos públicos. Su destreza era asombrosa, de un hiperrealismo abstracto emocionante. De este burro conservamos varios bocetos, luego te los enseño si tienes tiempo…. Te perdiste muchas cosas, Ana… pero a él nunca le importó. Con saberte feliz tuvo siempre suficiente. Todos nosotros, en verdad”.
Octubre de 2019, Arantxa Acosta
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Imagen de portada: fotografía personal (2003). Gracias a mi padre por la fotografía, y por comprender que la haya usado para unos fines que responden a una situación muy alejada a la real. Te quiero.